J trabaja en una empresa que procesa y distribuye productos cárnicos. Nos había descrito a su jefe y dueño del negocio, el Señor D, como un tipo redondo de unos 55 años, de pelo pajizo y grasiento donde lo había, fumador de puros y con unas manos muy pequeñitas. Estaban ambos un día aclarando un fleco, ya de pie, después de una reunión, cuando el Señor D, tras una hábil presa, le plantó a J un apasionado beso, de cinco segundos, en la boca. Desde entonces se han visto tres veces en uno de esos hoteles discretos en los que entras directamente a la habitación desde el garaje. Lo llama “su calabacita”.
No sé, no sé.
Evidentemente, y aunque saberlo es un alivio, lo escrito no merece la pena sólo para decir que esto es “el fin”.