
Le hice un gesto: tres golpecitos con el índice sobre la esfera del reloj; asintió, cogió su cazadora y sin mirarlos siquiera dejó allí a no menos de quince personas, que saltaron de la incredulidad a la indignación sin que él se inmutara.
–Me tienes completamente despistado –le dije, ya con dos cañas delante–. Según mi experiencia, la gente trabaja como es, impulsado, guiado o frenado cada cual por los rasgos de su carácter: los nerviosos, deprisa, para descubrir que les sobran cinco horas; los tranquilos, con calma, pase lo que pase; los pasotas, dejando los problemas pasar... Pero tú no te adaptas a ningún estereotipo.
–Pues tú sí –dijo él–. Al más común: al del que cierra los ojos porque no quiere ver la realidad. Yo, alma de cántaro, soy del tipo que no se desahoga llorando, que no se consuela hablando, que mira a la gente desde lejos porque no es capaz ni quiere compartir nada con ella. Yo soy malo, simple y rutinariamente. Y no le des más vueltas.