Víctima resignada de timos legales varios, sin esperanza de cambiar la situación por cambiar de colores, iba pensando ya, por ser la hora habitual de ese tipo de acoso, en defenderme con las mentiras de siempre: que estoy muy contento con mi compañía de telefonía, que las condiciones que me da mi banco son inmejorables, que no me gustan las anchoas... Pero antes dije: “Diga”. —La he matado... —Pero ¿qué dices?, ¿a quién has matado? —pregunté al reconocer a López y descartar al teleoperador mediante razonamiento subconsciente. Ya había colgado. Me abrió en albornoz, uno robado de algún hotel, que antes de absorber no menos de un litro de rojo había sido blanco y que le quedaba ridículamente pequeño. Se me abrazó sin atender al asco que me daba, lo justo para ponerme perdido; se volvió y caminó hasta la cocina, donde se tiró al suelo, a seguir gimiendo, ahora encima del cuerpo sin vida de Clara, su perra Terranova, que yacía en medio de un charco de sangre.
Aquel can peludo era su novia en nuestras bromas. Vivían juntos y solos desde hacía cinco años. Formaban la pareja perfecta: ella, cariñosa, paciente y bastante callada; con esa cara de bueno tirando a tonto que en un humano puede llevarnos a errores fatales si confiamos en que es espejo de algo... una perra encantadora; él, un supuesto tipo duro, neo-nazi militante, bravucón con reservas.
Atónito observando aquella escena, con extraño desapego sin embargo, caí yo en la cuenta de que la puerta, la puerta que siempre estaba cerrada con un candado, la que pertenecía al cuarto que, según López, estaba lleno hasta arriba de muebles y trastos de sus abuelos y al que nunca nadie se había asomado, estaba entreabierta. Empujé y palpé a mano derecha, donde casi siempre encuentra uno el interruptor, que allí estaba. Se iluminó una habitación mucho más grande que lo prescindible en las superficies habitables del común de los parias. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, y éstas, llenas de cajas y más cajas, trescientas al menos. “Esto debe valer una fortuna”, pensé calculador. En el suelo estaba el móvil del crimen, la causa del trastorno transitorio, del arrebato “perricida”: cuatro o cinco de aquellas cajas habían sido destrozadas a dentelladas, también su delicado contenido: muñecas Barbie de colección.
Hacía más de dos horas que esperaba, inmóvil, sentado en aquel salón en el que primaba el blanco. Por fin oyó la llave que abría la puerta principal. “Perdona, cariño, pero es que había mucho tráfico. No tardo nada; me pego una ducha rápida y nos vamos.” No contestó.
Llevaban casados mucho tiempo y la consideraba uno de los pilares de su vida; aunque siempre le quedó, como a todos los hombres con dinero, una sombra de duda sobre lo que su amor tenía de verdadero.
Se acercó a la nube de vapor. La silueta desnuda que traslucía el cristal le hizo ver nítidamente la película que le había contado el detective. Corrió la mampara. “¿Qué haces? No tenemos tiempo para jueguecitos.” La agarró del pelo y tiró. Ella resbaló y cayó a plomo. Sentado encima, bloqueándole los brazos con las rodillas, apretó su cuello con fuerza. Veía sexo y deshonor; veía también las consecuencias que tendría lo que estaba haciendo, pero veía sexo y humillación. Aquello costaba más de lo que había imaginado. Soltó la mano derecha, cogió la escobilla del váter y se la clavó en la boca abierta, con violencia, descargando su peso sobre ella mientras la retorcía. El pataleo se detuvo. Le echó una toalla por encima de la cabeza de suerte que al caer adoptó forma de tienda de campaña. No le pareció digno, así que retiró la toalla y la escobilla, tomó el cuerpo en sus brazos y lo llevó a la cama. Le fastidió que aquella mueca fuera el último recuerdo, quizá el que se superpondría a cualquier otro. Se puso ropa seca, bajó al garaje, y, en su Audi, sin pensar, como un autómata, recorrió su ciudad. Era verdad lo del tráfico. “Seguro que el alcalde está hoy allí.”
Aires de batalla. Ambiente de las grandes noches. Intuía que esa sería autor de algo importante. Llenaría periódicos. Aquella tensión era su alimento. Seguía sintiéndola cada vez, por muchos años que pasaran. Los prolegómenos, el túnel, el ruido como de caballos; la luz que se acerca y estalla en aquel rugido. Nudo en la garganta. Cuartos por fin. Vuelta contra el Chelsea; dos a uno en Londres. Se preguntó, ingenuamente, si sería ese su último partido. “Bueno, sí, ¿no?”
A dos meses escasos, es tarde ya para adelantarnos a los adelantados. Pero, al menos, estaremos en el grupo delantero. Luego, intentaremos saltar por encima, atravesarla como fantasmas o enterrarnos para que nos sobrepase sin tocarnos. Este año contaré lo que llegó a ser una tradición navideña en aquel lugar lejano y conceptual que podríamos llamar “hogar familiar”.
Cada veintitrés de diciembre, al caer la tarde, sonaba el timbre: la anciana presencia liminar de doña Angustias, la vecina de arriba, en bata y zapatillas, viejas la una y las otras como ella, con una maraña sucia de pelo gris que parecía de alambre. Contaban de ella que fue guapa. —Buenas tardes, hermoso, venía... —No me lo diga, a por el disco. —Pues sí. —Ahora mismo se lo traigo. El disco era uno de esos recopilatorios de canciones navideñas interpretadas por cantantes de Soul y grupos de Rock & roll, con las de siempre: Jingle bell rock, Let it snow, The little drummer boy, Run, run, Rudolph, etcétera. Lo agarraba la buena mujer como si temiera que en cualquier momento pudiéramos arrepentirnos de prestárselo, daba las gracias muy bajito y se marchaba a su casa. El día veinticuatro, Nochebuena, después de cenar, mis padres, cómplices, se iban pronto a la cama. Recién comenzado el veinticinco, a eso de la una, se oía el ruido del ascensor. Sonaba el timbre y allí estaba de nuevo doña Angustias: —Venía... —... a devolver el disco. En ese momento, justo cuando recogía quien fuera el disco de sus manos, su rostro se transformaba en retrato de la maldad, que parecía fluir a la superficie y tirar de sus arrugas. Sacaba de entre los pliegues de su bata un cuchillo de cocina de los grandes que agarraba en la forma que permite asestar los golpes de arriba a abajo, y se lanzaba en frenética persecución de los cuatro hermanos que éramos. La citábamos y ella amagaba y corría todo lo que su edad y sus achaques le permitían, que era poco. Alrededor de la mesa, en la que todavía estaban los restos de la cena: en el sentido de las agujas del reloj; cambiaba la vieja de sentido, cambiábamos nosotros, lanzándole de paso y entre risas un trozo de pavo o un polvorón. Al poco, entre sus agudos gritos se intercalaban soplidos y resoplidos —¡decrépita psicosis!—. Se paraba unos segundos, aspiraba profundamente y se arrancaba de nuevo, con más voluntad que fuerza, lanzando chillidos de urraca para darse ánimos. Cuando ya desfallecía, se apoyaba en algún sitio, rendida, sin energía, respirando en estertores. Entonces solía acercarme yo, en calidad de hermano mayor: —Ande, traiga; deme eso, no vaya a hacerse daño. La acompañaba hasta la puerta y ella, sin decir palabra, se metía en el ascensor y subía a su casa. Al día siguiente, cualquiera de nosotros le subía el cuchillo.
Lluvia caliente sobre un todo blanco, vapor de agua, colectiva higiene personal. Golpe seco, el jabón, en las películas, golpe de nuevo; hay gel: ¿sentido del humor? Mirando a la pared, disimular, azulejos; carne blanda y temblor. Tocan en tu hombro; patibulario, dos metros, acero y cicatrices, cierta ternura, tatuajes toscos, más alrededor, nuevas compañías, demasiado cerca. Negociación. Pared magnética, fuerza brutal, escasa resistencia. La autoridad. Arrecia la carne, sobran las palabras. Melocotón, fruta podrida, camino inverso; se rompen las fibras y tu corazón. Tirado en escorzo, río rojo, las cloacas. “El muñidor”; ¡con lo que tú fuiste!, ¿de veras lo crees? No llores. ¿Te arrepientes? ¿Estás limpio ya?, porque la limpieza es capital.
No era necesario ser de los que hilan fino para ver que abrir aquello entre semana era tirar el dinero. A mí ―para qué negarlo― me venía estupendamente que al dueño le diera igual. La beca me daba para vivir, pero con aquel trabajo ganaba un dinero extra para hacerles algún regalo a mis padres y darme un capricho de vez en cuando. Además, en días como ese sacaba mis buenas horas de estudio en una esquina de la barra que, por ambiente, parecía hecha para recogerse. Al fondo, en la mesa de billar, una pareja cambiaba la posición de las bolas y tonteaba. Completaban el aforo, apoyados en la barra, dos hombres en ese estadio intermedio entre el casi sobrio y el medio borracho. Sus edades y sus esencias estaban también en una peligrosa zona indefinida: no jóvenes pero tampoco viejos; no gordos, pero con cierto sobrepeso localizado en su entorno natural; no esto ni lo otro. Tres frases de su conversación escuchadas sin querer me ayudaron a completar el perfil y a situarlos en la historia: eran ambos de la generación de los mejores. Aunque no negaban que es casi una tradición que todo reemplazo, quinta, curso, promoción...en fin, que cualquier remesa humana que el azar sitúa en cualquier parte se jacte de haber soportado tiempos más duros y condiciones más difíciles, de haber vivido según más altos principios, de tener cimientos culturales más profundos, y de haberlo conseguido todo mediante esfuerzos mayores que el grupo que los sigue en el tiempo, señalaban diferencias abismales e inéditas entre ellos y los jóvenes de hoy. Al parecer, se había producido un salto cualitativo atrás, una involución. ¡Lo nunca visto! Ejemplificaban ―¡los reyes godos!― y coincidían en el aspaviento. Ilustraban ―¡lenguaje sms!― y se amorraban a sus cervezas mientras recordaban fragmentos de los clásicos. “Esta juventud de hoy no puede traer salvo el Apocalipsis.” Incidieron, reincidieron y se repitieron: eco con distintas palabras. Empezaron a desquiciarme: sé lo que hay, pero también lo que había y lo que hubo. Pensaba acercarme y decirles algo. Algo como preguntarles si también consideraban que todo tiempo pasado fue mejor, y por eso intentaban seguir viviendo entonces... Si realmente fue mejor, ¿no lo fue porque entonces eran jóvenes? ¿Existían realmente esos valores y esa cultura de boquilla? Si, en teoría, ellos habían sido los últimos encargados de trasmitir los unos y la otra, ¿qué había ocurrido?, ¿los habían guardado para sí como hace el acomplejado y por eso no se conducían por el camino que marcaban sus palabras? ¿Dónde apareció el materialismo más cutre?, ¿quizá donde el idealismo se limitó al pasado y a supuestas capacidades propias? Pensaba preguntarles también si era tan importante para ellos ganar esa guerra dialéctica contra un enemigo que ni los considera y que los supera en habilidades de las que ellos no conocen siquiera su existencia... y en el alcance de su mirada. Y pensaba decirles finalmente: “Para vosotros la perra gorda”. Pero cuando me acerqué para decir algo parecido a todo eso, vi cómo sus cuatro ojos se clavaban en mis tetas y sólo dije: “Si no os importa..., vamos a cerrar”.
Orgulloso, con su flamante nombramiento oficialmente publicado, Jaime del Río se presentó en el departamento de personal del Ayuntamiento para que le dieran los detalles de su destino. ¡Administrativo del consistorio! No era lo que había soñado, tampoco Notarías ni Abogado del Estado, pero, con todo, era un empleo fijo, un sueldo cada mes para toda la vida.
Tendió la carta a la secretaria y esperó mientras aquella mujer avinagrada la leía, asentía y ponía cara de saber de lo que iba aquello. Escribió ésta algo en un papel y le dijo: “Tu ubicación física estará en esta dirección. Pásate por allí mañana o, a más tardar, pasado. ¿De acuerdo?” “De acuerdo”, contestó mientras se dijo sin abrir la boca “¡ubicación física!”, riéndose para sus adentros.
Como no estaba lejos, decidió dejarse caer por allí, brujulear un poco y, si se terciaba, conocer a sus nuevos compañeros. Le sorprendió que se tratara de un portal normal y corriente —antiguo— y no de un edificio de oficinas o de alguna de las sedes conocidas, aunque luego pensó que no era tan extraño, pues las administraciones solían calcular mal sus necesidades de espacio —entre otras cosas—, teniendo luego que alquilar más aquí y allá, normalmente con criterios de favor. Subió al último piso, el séptimo, en un ascensor de aquellos, que gemía y chasqueaba dolorosamente. A la derecha, escrito en una placa, podía leerse: “Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid. Servicio de Recaudación en Tercera Instancia”. Entró sin llamar, como prescribía un folio escrito a mano y pegado con celo sobre la puerta. Era un piso grande, de techos altos y con un parqué que pedía a gritos ser acuchillado. Desde el hall en el que se encontraba salía un pasillo muy largo al final del cual se veía luz.
—Hola. ¿Hay alguien? —preguntó mientras avanzaba tímidamente por el corredor en penumbra.
—Sí, voy, voy — se oyó—. ¿Sí? —preguntó un viejecito vestido de otro siglo (chaleco de punto, pajarita, chaqueta con coderas y quevedos).
—Hola, soy Jaime del Río, y parece ser que, desde mañana, voy a trabajar aquí.
—¡Qué alegría! —exclamó el anciano con una sinceridad que inyectó una dosis de optimismo en Jaime del Río
—Ven por aquí, que voy a enseñarte tu despacho.
Doblando el pasillo a la derecha, al fondo, una habitación con los justo: una mesa, una estantería de módulos con algunos tomos en rústica, fardos de revistas y dos archivadores; un teléfono de rueda y un reloj en la pared; todo tristemente iluminado por luz fluorescente.
—¡Tú despacho! Bueno, yo tengo que irme. Adiós.
—Pero...
Cuando Jaime del Río enfiló la recta larga del pasillo, el hombrecillo había desaparecido. Deambuló un rato por el piso. Llamó a todas las puertas sin obtener respuesta. Entró en uno de los despachos, que era similar al suyo. Empujó otra puerta: un cuarto de baño, alicatado en sucio y con muchas tuberías a la vista. Se miró al espejo. Salió tres veces: del baño, del piso —no sin dudar si cerrar la puerta— y a la calle. “¡Mañana será otro día!”.
Y lo fue y se presentó dispuesto a trabajar. El piso estaba desierto. Se sentó en su silla y esperó lo normal: conocer a sus compañeros, usos y costumbres, que alguien le explicara cuáles serían sus funciones, a quién debía reportar... y ese tipo de cuestiones nimias, vitales para el recién llegado. Pasó la jornada y no pasó nada. Al día siguiente actuó:
—Buenos días. Mire, soy Jaime del Río. Acabo de incorporarme al Servicio de Recaudación en Tercera Instancia, y resulta que aquí no hay nadie y no sé...
—Le paso.
—Diga.
—Buenos días. A ver si puede usted ayudarme. Soy Jaime del Río. Me he incorporado...
—Le paso.
—Diga
—Buenos días. Soy...
—Le paso.
Pasó una semana ocupado con esas llamadas. El lunes siguiente se plantó en “Personal”, dispuesto a solucionar la cuestión a toda costa. “Espere en aquella sala”. Allí transcurrió su sexto día de trabajo. A última hora pasó por la oficina y, sobre su mesa, encontró una carta en la que se le amonestaba por haber dejado aquello solo en términos parecidos a estos: “Sirva este escrito para notificarle que consta en su expediente un falta: Leve-venial, castigada con: Amonestación verbal. Los hechos que fundamentan la sanción son: Ausentarse de su puesto de trabajo durante el horario laboral más allá del tiempo convenido para el bocadillo. Atentamente.”
Era su cumpleaños, así que habían pasado cinco meses desde que ocupó la plaza. Miró el reloj, las diez y cuarto; lo miró otra vez, las diez y dieciséis. Un jueves, mientras estaba hablando con una araña, le pareció oír el teléfono; pero no sonaba.
Tiró de la cadena y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo. Habían pasado cuarenta años, pero aquella luz hacía que las cosas se vieran peor de lo que eran. Volvió a su mesa; las diez y diecisiete. Aquel día recibió la segunda carta de su carrera profesional. El tenor del texto era el siguiente: “Por la presente, se le notifica que el próximo viernes finaliza el periodo que usted debía abonar en concepto de sanciones pendientes y Purgatorio, por lo que, a partir de dicha fecha, quedará usted en paz con este Excelentísimo Ayuntamiento, así como en disposición de entrar en el Reino de los Cielos en virtud del convenio firmado entre Dios y este Consistorio. Reciba un cordial saludo.”
—¿Hay alguien?
—Sí, voy, voy —contestó Jaime del Río, estirándose el chaleco de punto, que se le había subido ligeramente—. ¿Sí? —preguntó al joven que tenía enfrente.
—Hola, soy Jaime del Río, y parece ser que, desde mañana, voy a trabajar aquí.
A veces no hay más remedio que quitarse de en medio para evitar lo que te indigna; pero aunque apagues sabes que ahí está y acabas viéndolo dentro: esta noche he visto muertos. Tortura psicológica sufrirlos cuando de ellos se espera que alivien el sufrimiento. Las mortajas dejaban ver sólo sus caritas duras. Por su aspecto –abotargados, amarillentos y verdosos, hinchados–, debían estarlo desde hacía ya varios días. He visto a un alcalde cursi, dilapidador, recaudador arbitrario, olímpico en sueños y tramposo; a un presidente descoordinado malabarista ciego, errático, blando avergonzado, perdido; también a sus dos “groupies” más tontas; a la secretaria espiada que viva estuvo cerca de ser guapa; a una presidenta espía que estaba más guapa así que viva; a un ministro bombilla sin corbata, amigo y cómplice de las empresas... Y a otros.
La Justicia había ilegalizado todos los partidos registrados por considerarlos el brazo político del grupo terrorista llamado Pueblo de España, responsable pasivo de la perversión democrática. Al día siguiente surgieron más siglas que querían lo mismo. Llegó la dictadura y hubo que comulgar, pero al menos no con ruedas de molino, pues no se pierde la dignidad si te apuntan con un arma. Olvidado todo, como siempre, empezó de nuevo a hablarse a escondidas de libertad y a soñarse con una sociedad futura donde los políticos –que serían capaces– pudieran ser juzgados, en el rarísimo caso de que fuera necesario, no por instancias especiales donde se esconden marionetas, sino con mayor dureza que un don nadie, ya que son responsables de gestionar lo que es de todos; donde las instituciones fueran respetables y el acuerdo fuera posible para algo más que para subirse el sueldo; donde hubiera división de poderes: el real, que es el del que lo delega, y el del que lo ejerce por delegación; donde los ciudadanos tuvieran derechos en su faceta de consumidores frente a dédalos burocráticos y judiciales y a la complicidad de las autoridades; donde no existiera el empeño de regularlo todo para nada; donde el poder no fuera apariencia sino responsabilidad con toques de idealismo... Tuvimos más de lo mismo.
Que a la vida le gusta ser triste y dura es una verdad evidente, una certeza estadística. Si no me crees y quieres comprobarlo sólo tienes que ir a donde yo he estado y mirar en donde yo he mirado: dentro de los ojos del colectivo triste, donde no hay chispa ni vida, fuente seca que jamás te dirá dónde ponerte para salir pronto de allí. “¿Ha sido eso una sonrisa? Efecto efímero de un sueño fugaz.” “¿Tarjeta de cliente?” -En la nevera, congelada, tengo parte de su alma-. Hoy hipócritas bolsas ecológicas para salvar el mundo empezando por las antípodas mientras allí una especie languidece esperando la llegada definitiva de las máquinas que acaben con el sufrimiento que me supone verlas así.
El tráfico de Madrid no era ese día el coágulo renqueante de siempre y me fue propicio. Llegué, pues, temprano y decidí, en vez de hacer tiempo en el bar en el que habíamos quedado, entrar y observar cómo se desenvolvía en “su negociado”: una oficina del Inem. Verlo trabajar era desquiciante. Se hacía el sordo con maestría natural. Dominaba los ritmos y los alternaba para observar los efectos en lo que él no llamaba ni usuarios ni clientes, sino “tutelados”; ora tranquilo, hablando incluso de sus planes para el fin de semana, ora estresado, bufando desbordado; ambos fingidos. Llamaba estúpido con el tono de voz a cualquiera que hubiese olvidado un papel, imprescindible o inventado por él sobre la marcha. “Se comprende tu condición de lacra social”, parecía decirle con la mirada a aquel ecuatoriano canijo que se desesperaba por tercer día consecutivo detrás del mostrador.
Le hice un gesto: tres golpecitos con el índice sobre la esfera del reloj; asintió, cogió su cazadora y sin mirarlos siquiera dejó allí a no menos de quince personas, que saltaron de la incredulidad a la indignación sin que él se inmutara.
–Me tienes completamente despistado –le dije, ya con dos cañas delante–. Según mi experiencia, la gente trabaja como es, impulsado, guiado o frenado cada cual por los rasgos de su carácter: los nerviosos, deprisa, para descubrir que les sobran cinco horas; los tranquilos, con calma, pase lo que pase; los pasotas, dejando los problemas pasar... Pero tú no te adaptas a ningún estereotipo.
–Pues tú sí –dijo él–. Al más común: al del que cierra los ojos porque no quiere ver la realidad. Yo, alma de cántaro, soy del tipo que no se desahoga llorando, que no se consuela hablando, que mira a la gente desde lejos porque no es capaz ni quiere compartir nada con ella. Yo soy malo, simple y rutinariamente. Y no le des más vueltas.
Ahora que la Segunda Guerra Mundial está de cumpleaños... Por cierto, en una ceremonia que se celebró para conmemorar el setenta aniversario de su comienzo, me encontré formando corrillo con una conocida dirigente de la derecha. Especialmente dicharachera ese día, nos contó cómo su padre, entonces diplomático en prácticas, estuvo comprometido con una joven alemana de noble familia hamburguesa: “Pero, gracias a Dios, estalló la guerra; los aliados arrasaron la ciudad en el cuarenta y tres y su novia pereció, aplastada por un edificio de ocho pisos. Mi padre retomó la relación con su antigua pandilla, y entre tortillas encandiló a la que sería su esposa y madre mía”. –Eso mismo, ¡madre mía!, pensé yo–. “Así, podría afirmarse casi con total seguridad que si Hitler no hubiera tenido esa forma de ser tan suya, yo no estaría aquí ahora”. Cruzamos los presentes miradas perplejas mientras ella soltaba sonoras carcajadas de ave silvestre que acompasaba con rebotes de sus hombros... Bueno, volvamos al camino. Quería contar una historia, una de tantas, pero en la guerra el ambiente convierte cualquier minucia en epopeya.
Situémonos. Francia. Primeros días de julio del cuarenta y cuatro. Por un error administrativo, una de las divisiones que avanzaba hacia el sur después de haber tomado Cherburgo se encontró con un refuerzo de diecisiete cocineros que no había solicitado. No estaba el conducto para reclamaciones ni las carreteras para desplazamientos, así que se les suministró equipo y sin más entrenamiento que tres consejos fueron enviados a primera línea como tropa de infantería. Dieciséis murieron al día siguiente; el otro sobrevivió, entró en París y allí se quedó treinta y un años y medio. Con el tiempo conoció a una chica, española como él, se casaron y tuvieron una hija que es la madre de una destacada dirigente socialista.
Me pasa con cierta frecuencia de un tiempo a esta parte: cuando me quedo dormido leyendo, cuando me rindo tras haber luchado, sin avanzar, en ese territorio intermedio en el que todo se ralentiza, las líneas se tornan evanescentes y se disuelven, sueño con texto. Un texto que tiene sentido, que tiende más a la novela que al ensayo, que voy leyendo a gran velocidad, sin parar, sin adelantar la vista, sin dudas, vacilaciones ni errores. No recuerdo lo que leo o invento..., o escribo con la voz que oigo, que es la mía como la oigo despierto (las palabras pasan nítidas por la verbalización, útil para apreciar la estética de su asociación y sus cualidades sonoras, pero innecesaria para asimilar lo que nos dicen; no llegan sin embargo a su destino: no dejan poso).
Hoy el sueño ha evolucionado. Durante la lectura, dormido, soñando, he sentido sueño, he entrado de nuevo en la zona de tránsito, y cuando he caído por segunda vez, me he despertado bruscamente del sueño principal. Nada reparador pero doblemente recurrente.
Este trabajo de carcelero es el más duro de los que has desempeñado. No es que te hagas cargo de muchos presos, pero los dos que están bajo tu responsabilidad son de cuidado y luchan desesperada y constantemente por fugarse, por salir. Su control es en sí mismo una condena, exige atención perpetua. Y no pienses en tomarte vacaciones. Ellos disfrutan elaborando planes, intentando que te relajes, dándote excusas para que los dejes a solas el tiempo que precisan. Aunque ambos conocen tus debilidades y se aprovechan de ellas, saben trabajar por fases y camuflarse entre usos, convenciones, modas y actitudes, cada uno tiene su estilo. Uno, el 0001, es rápido y eléctrico como el rayo; crea dudas y espejismos y vende como buenas ideas inverosímiles. Cuando quieres darte cuenta ya no está y ha sembrado pistas que apuntan hacia ti. Arreglar los desmanes que causa en un segundo con sus interferencias puede -si acaso es posible- llevarte una vida. Entra y sale; es reincidente. El otro, el 0002, trabaja despacio porque todo cae a su favor. Es paciente y concienzudo extendiendo su magma, un capo que entrevera sus tentáculos con las raíces de tu mundo hasta que se hace legal e igualmente y para siempre tú eres él.