Thursday, December 11, 2008

Cogían una cerveza

L y A vivían juntos desde hacía dos años en un chalet adosado situado en un buen barrio del norte de Madrid. Una noche, mientras veían un programa insustancial en la televisión, oyeron un ruido: parecía que alguien estaba abriendo la puerta de la calle. Se miraron el uno al otro y, como impulsados por un resorte, corrieron hacia el hall. Llegaron a la vez que entraban dos personas, hombre y mujer, con aspecto descuidado, casi mendigos, pero sin llegar; como de la familia Manson, casi. Hablaban entre ellos chabacanamente y en voz demasiado alta. Ignoraron las preguntas, las amenazas, el terror e incluso la presencia de A y L, y como si conocieran perfectamente el camino, fueron a la cocina, abrieron la nevera y cogieron una cerveza. Con ella, volvieron por donde habían venido, cerrando tras de sí con doble vuelta.
Las visitas se repitieron. Algunos días dos veces, a veces de día. Siempre cogían una cerveza.
Decidieron pasar una temporada con los padres de L. Cuando regresaron a casa, en la nevera estaban las mismas veinticuatro latas contadas y la litrona que habían dejado. Esa noche, desde la cama, volvieron a oír el sonido de la puerta, los pasos, el suspiro pegajoso del abrir y el cerrar amortiguado, los pasos que se alejan, la puerta y el cerrojo de la nueva cerradura.
A la mañana siguiente, R, el padre de L, le preguntó a su mujer qué había hecho con el frasco de litro de agua de colonia Álvarez Gómez que estaba encima del lavabo. “Pues estará por ahí. Mira bien.”