
Este artículo analiza ciertos aspectos de la personalidad creativa que hacen que algunos profesionales y artistas, una vez conseguidos éxito y prestigio, se aparten de la actividad por la que los alcanzaron. Recién comenzada la lectura, el planteamiento me había dado ya la respuesta a la eterna cuestión de por qué consiente Dios que se mueran los negritos, bombardeen a inocentes, gaseen judíos, y todos esos tópicos que llevamos siempre en ristre los superficiales para discutir su existencia como nos la cuentan iluminados y fanáticos.
El Universo es sólo el esquema del todo que iba a ser su obra.
El séptimo día, frustrado, aburrido y desmotivado, atraído por la nada, se marchó a la otra punta de la enorme extensión que había creído sería capaz de llenar de vida y maravillas: el folio en blanco. Y pienso que hizo bien en no volver, pues su engendro se degrada cada día por obra de lo que dicen que creó a su imagen y semejanza. De existir la semejanza -plagio de El retrato de Dorian Gray-, son comprensibles la frustración y el síndrome de Bartleby.
Si Daniel Day Lewis se puso a trabajar de aprendiz de zapatero y Rimbaud se dedicó al tráfico de armas, sabe Dios en qué demonios andará ocupado el Gran Creador. Puede que esté por ahí vagando solo, como Wilde, sólo bebiendo.