Ellos. Esos de cuyo jefe -el único que rompe la tradición y viste de blanco- hablaba al final de la última entrada. Los que han arrastrado su sed a través de los siglos. Los que han visto caer imperios y han bebido la sangre de nobles y plebeyos. Ellos consideran vida cualquier cosa: una célula, un embrión, “un terminal”, la eterna... Yo, justo al revés, tengo unos criterios restrictivos. Un rápido vistazo a las capacidades de cerebro y cuerpo para reaccionar en positivo a los estímulos nos muestran una línea evidente a partir de la cual la vida podría llamarse de otra forma. Estamos dotados de un instinto que oculta los hechos desagradables pero os aseguro que ahí está.
Ellos no mueren, aunque algunas de las cosas escritas en los libros son pura invención: ni se convierten en murciélago ni les repugna el ajo. No te protegerá una cruz. Lo demás es verdad.
Sus ritos de culto a la sangre nos sugieren pero no desvelan. Cristo convirtió a los doce primeros. El último ha sido E, al que ayer mordió un obispo. Hoy he quedado con él; tal vez mañana pueda redefinir vida.