Friday, July 31, 2009

La presencia

Aquel no había sido precisamente mi mejor día, pero al fin estaba en casa, y lo de desconectar se me daba cada vez mejor desde el momento en que asumí que aquello era lo que había y que esa sería mi vida. Tiré la chaqueta en la silla del recibidor, como todos los días; fui a la nevera, cogí una cerveza y, como todos los días, me reconfortó la perspectiva de una tarde tirado en el sofá. Pero allí, en mi sofá, regio porte, de blanco impoluto, con esa sonrisilla que se le dibujó el día que lo eligieron y que parece imborrable, estaba Joseph Ratzinger: Benedicto XVI.
Tras un instante durante el cual fui incapaz de articular palabra, me dirigí a Él respetuosamente:
–Buenas tardes, Vuecencia. ¿Cómo debo dirigirme a Usía? ¿Papa, señor Ratzinger, Benedicto, señor Dieciséis..., Joseph, quizá?... Sin querer ofender a Su Excelencia, me gustaría saber qué hace Su Ilustrísima aquí.
No obtuve respuesta, aunque noté que aquella presencia posaba su mirada en mi cerveza y hacía un movimiento, casi imperceptible, de negación con la cabeza, eso sí, con la sonrisilla puesta.
Dediqué varias horas a interrogarlo, pero todo rebotaba contra su sonrisa autista. Ni siquiera contestó cuando le dije que iba a prepararme un sándwich, que si quería él uno. Me observaba mientras comía como lo hacía mi madre antaño y yo me desesperaba como entonces, aunque no consideré apropiado reaccionar igual: como un basilisco.
Fue cuando encendí la televisión y empecé a saltar de canal en canal cuando establecí un primer hilo de comunicación con él, pues noté que en unos su cabeza asentía ligeramente, como aprobando la elección, y en otros repetía el lento movimiento de censura que había hecho antes mirando mi cerveza.

Los que dicen que a todo se acostumbra uno, esos propagandistas del conformismo, no saben lo que dicen. ¿Acaso se han duchado ellos con el Papa? ¿Saben lo que es salir a correr y verlo volar por debajo de tres minutos el kilómetro?, ¿y tener que arroparlo por las noches? ¿Ha tenido tal vez alguno su cara a cinco centímetros cuando intentaba relacionarse para resucitar su vida sexual? Hablar por hablar.

Sólo después de cuatro meses se me ocurrió que era posible que no me entendiera, así que, a duras penas y apoyado en diccionarios y gramáticas, le hablé en seudo-latín y en cuasi-alemán. No era ese el problema.
Traté de ignorarlo; me fue imposible. Luego intenté quererlo, pero, aunque conmigo se había portado bien, estaba en total desacuerdo con la manera en que gobernaba la Iglesia: un abismo nos separaba.
Tuvimos largas conversaciones sobre teología, política, filosofía, moda y deporte en las que yo mismo me contestaba una cosa u otra, dependiendo de lo que hubiera dicho su cabeza.
Y así fue pasando el tiempo, hasta que cierto día caí en la cuenta de que Joseph aprobaba todas mis acciones, pero no porque se hubiera vuelto progresista o más tolerante, sino porque yo actuaba a su gusto: me había amaestrado.

Una película de ciencia ficción me trajo un rayo de esperanza. “Si este hombre puede bilocarse, ¿no se producirá una de esas paradojas si consigo reunir al mío y al de Roma?” Busqué en Internet la manera de acceder a una de las audiencias del Papa. Anticipaban que había que solicitarlo con mucha antelación. Pero ¿cuánta?, es decir, ¿cuánto iba a tener que esperar? De las posibles formas para reservar, opté por la llamada a la Prefectura de la Casa Pontificia. ¡Un año y siete meses! Me dejé llevar por la ira. Le reproché, furibundo, las normas de vestimenta que imponían para las visitas: “(...) Para las mujeres vestir una ropa modesta, de colores oscuros, con los brazos y la cabeza cubiertos. Los hombres (...) evitar camisetas sin mangas”. Entonces empezó a negar con la cabeza, ahora claramente, barriendo 180 grados, y ya no paró.
Era verano. Decidí que me colaría en Castelgandolfo, ¡y que fuera lo que Dios quisiera! Saqué un billete destino Roma para primera hora del día siguiente. Desde allí, taxi a la pequeña localidad de Castel Gandolfo. Por un instante me pareció que la sonrisa de aquel fardo se descomponía, provocándome este acontecimiento un sentimiento contradictorio. Barajé varios planes de acción. Me decanté por el más prudente: me camuflaría entre las plantas de los jardines del palacio y esperaría, rezando para que ocurriera, a que el Papa pasara cerca, de paseo en oración, para saltarle encima.
Todo ocurrió exactamente así. Y como había supuesto, fui reducido a golpes y arrastrado, inconsciente, hasta la comisaría. Cuando desperté, lo primero que vi fue a Joseph, que seguía moviendo la cabeza como un aspersor. “No había funcionado. ¡Maldita sea!” Acto seguido, como era de rigor, me llevaron al cuarto de interrogatorios. “¿Qué me puede pasar? Me tomarán por un fanático más –estarán acostumbrados– y me soltarán”.
– Le voy a formular una pregunta muy simple –me advirtió en un más que correcto español el poli sentado al otro lado de la mesa–: ¿qué ha hecho usted con el Papa?