Thursday, August 13, 2009

Estúpido y Gordo (Deseando salir)

Este trabajo de carcelero es el más duro de los que has desempeñado. No es que te hagas cargo de muchos presos, pero los dos que están bajo tu responsabilidad son de cuidado y luchan desesperada y constantemente por fugarse, por salir. Su control es en sí mismo una condena, exige atención perpetua. Y no pienses en tomarte vacaciones. Ellos disfrutan elaborando planes, intentando que te relajes, dándote excusas para que los dejes a solas el tiempo que precisan.
Aunque ambos conocen tus debilidades y se aprovechan de ellas, saben trabajar por fases y camuflarse entre usos, convenciones, modas y actitudes, cada uno tiene su estilo. Uno, el 0001, es rápido y eléctrico como el rayo; crea dudas y espejismos y vende como buenas ideas inverosímiles. Cuando quieres darte cuenta ya no está y ha sembrado pistas que apuntan hacia ti. Arreglar los desmanes que causa en un segundo con sus interferencias puede -si acaso es posible- llevarte una vida. Entra y sale; es reincidente. El otro, el 0002, trabaja despacio porque todo cae a su favor. Es paciente y concienzudo extendiendo su magma, un capo que entrevera sus tentáculos con las raíces de tu mundo hasta que se hace legal e igualmente y para siempre tú eres él.

Tuesday, August 11, 2009

Movimiento único

Fue el sábado a eso de las cuatro; en plena siesta. Sonó el teléfono y al otro lado, tartamudeando histérica, E, la mujer de mi amigo P. “A, a P le le le pasa algo. Se se se ha desplomado y no no no responde. Ven”. “Voy. ¿Has llamado al 112?” “Sí. Ya vienen”.

P siempre fue un tío espléndido. No es encendido y sentimental elogio, es la verdad. Cuando tenía –y tuvo mucho– gastaba a manos llenas, y cuando no, también. Recuerdo una vez que me pidió cien mil pesetas (era entonces) y acabando de comer me pidió otras veinticinco porque las cien no le llegaban para pagar la langosta.
Contamos mil veces esa anécdota, celebrándola, pero el grupo que formábamos empezó a reducirse al mismo ritmo que P nos convocaba para, indefectiblemente, pedirnos dinero. Al principio, excusas sobre el dinero; luego, sobre la asistencia; finalmente, la desaparición.

Como vivo cerca y soy muy rápido, llegué antes incluso que los de emergencias. Sin pérdida de tiempo, abofeteé a E para calmarla un poco y me lancé sobre lo que ya era un cadáver al que –¡qué menos!– zarandeé un par de veces, como para hacer ver que hacía todo lo posible o algo al menos. Desde aquel punto de vista y siguiendo la mirada fija del muerto, alcancé a ver mucha pelusa y un papelillo que se había deslizado debajo de un sillón: era el resguardo de una apuesta de Euromillones. Todo fue un único movimiento: levantarme, ver abierto el periódico encima de la mesa, ver la luz y guardarme el papelito en el bolsillo. Aparte, madura reflexión.

Dijo alguien, algún romano, algo así como que a los amigos verdaderos y a los que no lo son se los descubre cuando ya no se puede corresponder ni a los unos ni a los otros. P estuvo a punto de tener la oportunidad; el azar se la dio, y la obesidad, el colesterol, su sedentarismo y un alegrón se la quitaron junto con la vida. Debió, por un instante, sentirse muy feliz: una fugaz estancia en el Cielo.

En fin, amigo mío, recuerda que yo era el único que acudía ya a tus encerronas y el único al que debías dinero. Así que –no nos ensuciemos con asquerosos cálculos financieros– con esto puedes considerar tus deudas, las de amistad y las de metal, saldadas.

Thursday, August 06, 2009

E


–Pues lo último que sé de él es que pasó la nochebuena encerrado en un ascensor con una anciana. Llevaba, por suerte, un salmón, de esos envasados al vacío, que le habían regalado.

–Entonces, ¿no sabes la que montó el otro día? Resulta que se encontró con su exnovia por la calle y la propuso tomar algo. Mientras ella hablaba, se fijó en aquel cutis desértico del Colorado, en ese pelo muerto, en los colgajos que empezaban a bajar como telones. Un relámpago de recuerdos de cama y besos, la náusea, la arcada y una vomitona que arrastró fuera todo lo que acababa de comer, que debía ser mucho y lasaña, como siempre. Inundó la mesa y salpicó abundantemente a...

El resto del grupo estaba ya acostumbrado a que aquellos dos hablaran de E en sus reuniones. Hacía años que lo hacían.

–Ahora tiene un grupo de rock sinfónico. Está intentando ponerle música al Plan Contable. Además es el presidente de su comunidad de vecinos.

Habían empezado con el jueguecito casi por casualidad, alargando un duelo de ingenios al ver que los demás preguntaban, intrigados, de quién hablaban. Cada uno había puesto mucho en el personaje: deseos ocultos y manifiestos, frustraciones, amores y odios, ideales y miedos, rasgos de historia, cine y novela; incluso un emblemático jersey de cuello alto.

Increíblemente tarde, pero como no podía ser de otra manera entre humanos, surgió la disensión entre los padres, y eso afectó a su criatura.

–Sé que es un tema delicado, pero creo que debes saberlo: E va diciendo por ahí que se ha acostado con tu mujer.
–No te creas todo lo que oigas. A mí, por ejemplo, me han contado que intentaste besarlo y que tuvo que pararte porque estabas como una moto.

El ser imaginario que había sido la alegría de la fiesta, el polifacético, multiuso y mundano E, se fue oscureciendo. Ya no era el incansable viajero misterioso y desinhibido, playboy y bon vivant; ahora era un síntoma de enrarecimiento, una unidad de tensión, un pecado capital.

Tiempo después, la noche en que su amistad salió a nado del alcohol, tocada pero viva, decidieron que ya nada podría volver a ser igual, porque aquel hombre se había pasado de la raya.

–¿No lo habéis visto en los periódicos? ¿No?, ¿ninguno?... Parece ser que E estaba metido en algo muy feo: un doble asesinato y un secuestro; complicidad y encubrimiento, presuntamente. Prefirió tirarse por la ventana –octavo piso– a que lo detuviera el F.B.I.


Y todos se quedaron en silencio.

Tuesday, August 04, 2009

El coche robado

E no suele salir. Las pocas veces que lo hace, no suele beber; y las contadísimas que bebe, nunca conduce después. Aquel día hizo las tres cosas, aunque aseguró que controlaba. “Soy neurocirujano”, dijo, dando a entender, sin ofender, que sus cualidades no eran comparables con las de un 99,9% de los seres humanos.
Aparcó el coche –un BMW serie 5 Berlina comprado hacía un mes–, llegó a casa ondulando y se acostó.
A la mañana siguiente el coche había desaparecido. Pasó por una comisaría cercana y denunció el robo. Llamó al hospital y pretextó un insoportable dolor de hormonas: no se veía capaz de afrontar una jornada laboral con el trauma de la violación de la que se sentía víctima.
Rumió su indignación durante semanas: ¿adónde iban a parar sus impuestos?, ¿qué hacían con ellos, además de agujeros, aquellos delincuentes? ¡Quedárselos!, claro, ¡qué si no! ¿Qué sistema era aquel...? ¿En qué burdel estaría la policía mientras...? Desatado, plasmó estos y otros pensamientos en decenas de cartas a los directores de docenas de periódicos. Pocos, individualmente o formando grupo o institución, se salvaron de sus reproches. A sí mismo, sin embargo, sólo pudo echarse en cara lo que era parte de su ser: la tacañería -aunque no la llamó así en su reflexión-; al fin y al cabo, ese coche bien hubiera merecido una plaza de garaje.
Pasó el tiempo, cobró la indemnización del seguro –ridícula, en su opinión– y se compró otro coche: misma marca, mismos modelo y color.
Cierto día, al volver de trabajar, tras más de veinte minutos dando vueltas, encontró un espació para aparcar en batería en la primera calle paralela a la suya, justo en el lado del bloque opuesto al de su portal. Al volverse para cerrar con el mando, reparó en el vehículo estacionado justo al lado. Era de la misma marca y del mismo modelo que el suyo, también del mismo color, amarillo, aunque éste estaba algo polvoriento; y dentro, junto al san Cristóbal, en un marquito pegado sobre el salpicadero, las fotos de sus hijos: “Papá, ten cuidado”.

Monday, August 03, 2009

Energías alternativas

Las energías alternativas: un asunto crucial para el futuro de nuestro planeta sobre el que los españoles tenemos mucho que decir. Ilustro el argumento con una escena que presencié no hace mucho.

Me fijé en un hombre joven que vacilaba (el agua estaba fría), uno de esos hinchados pero fofos a los que las pesas y el bañador minúsculo convierten en seres ridículos cuya relación con el espejo me resulta incomprensible. Daba un pasito y retrocedía tres. De pronto, cuando parecía que había tomado una determinación pues el agua le llegaba ya por los tobillos, uno de sus pies se hundió un palmo en la arena.
Al girar la cabeza para compartir el cachondeo, vi que una gorda tremenda se arrancaba desde la segunda línea de toallas, conseguía una aceleración contranatural, difícil de creer sólo porque yo lo diga, y se abalanzaba sobre el hombre arraigado. La siguieron cuatro niños renegridos de diversas edades, y entre los cinco lo dejaron medio muerto. Con el cuerpo allí tirado, se acercó el que parecía ser el cabeza de familia, un hombrecillo de apenas uno sesenta, cortinilla y un bigotito franquista de los que ya se ven pocos. Empezó a escarbar alrededor de la pierna desvencijada. Tras unos minutos de trabajo, se incorporó. Entre los brazos –desolado– llevaba lo que quedaba, nada aprovechable, de una sandía.