Tuesday, August 11, 2009

Movimiento único

Fue el sábado a eso de las cuatro; en plena siesta. Sonó el teléfono y al otro lado, tartamudeando histérica, E, la mujer de mi amigo P. “A, a P le le le pasa algo. Se se se ha desplomado y no no no responde. Ven”. “Voy. ¿Has llamado al 112?” “Sí. Ya vienen”.

P siempre fue un tío espléndido. No es encendido y sentimental elogio, es la verdad. Cuando tenía –y tuvo mucho– gastaba a manos llenas, y cuando no, también. Recuerdo una vez que me pidió cien mil pesetas (era entonces) y acabando de comer me pidió otras veinticinco porque las cien no le llegaban para pagar la langosta.
Contamos mil veces esa anécdota, celebrándola, pero el grupo que formábamos empezó a reducirse al mismo ritmo que P nos convocaba para, indefectiblemente, pedirnos dinero. Al principio, excusas sobre el dinero; luego, sobre la asistencia; finalmente, la desaparición.

Como vivo cerca y soy muy rápido, llegué antes incluso que los de emergencias. Sin pérdida de tiempo, abofeteé a E para calmarla un poco y me lancé sobre lo que ya era un cadáver al que –¡qué menos!– zarandeé un par de veces, como para hacer ver que hacía todo lo posible o algo al menos. Desde aquel punto de vista y siguiendo la mirada fija del muerto, alcancé a ver mucha pelusa y un papelillo que se había deslizado debajo de un sillón: era el resguardo de una apuesta de Euromillones. Todo fue un único movimiento: levantarme, ver abierto el periódico encima de la mesa, ver la luz y guardarme el papelito en el bolsillo. Aparte, madura reflexión.

Dijo alguien, algún romano, algo así como que a los amigos verdaderos y a los que no lo son se los descubre cuando ya no se puede corresponder ni a los unos ni a los otros. P estuvo a punto de tener la oportunidad; el azar se la dio, y la obesidad, el colesterol, su sedentarismo y un alegrón se la quitaron junto con la vida. Debió, por un instante, sentirse muy feliz: una fugaz estancia en el Cielo.

En fin, amigo mío, recuerda que yo era el único que acudía ya a tus encerronas y el único al que debías dinero. Así que –no nos ensuciemos con asquerosos cálculos financieros– con esto puedes considerar tus deudas, las de amistad y las de metal, saldadas.