Monday, November 16, 2009

Las cajas de López

Víctima resignada de timos legales varios, sin esperanza de cambiar la situación por cambiar de colores, iba pensando ya, por ser la hora habitual de ese tipo de acoso, en defenderme con las mentiras de siempre: que estoy muy contento con mi compañía de telefonía, que las condiciones que me da mi banco son inmejorables, que no me gustan las anchoas... Pero antes dije: “Diga”.
—La he matado...
—Pero ¿qué dices?, ¿a quién has matado? —pregunté al reconocer a López y descartar al teleoperador mediante razonamiento subconsciente. Ya había colgado.
Me abrió en albornoz, uno robado de algún hotel, que antes de absorber no menos de un litro de rojo había sido blanco y que le quedaba ridículamente pequeño. Se me abrazó sin atender al asco que me daba, lo justo para ponerme perdido; se volvió y caminó hasta la cocina, donde se tiró al suelo, a seguir gimiendo, ahora encima del cuerpo sin vida de Clara, su perra Terranova, que yacía en medio de un charco de sangre.

Aquel can peludo era su novia en nuestras bromas. Vivían juntos y solos desde hacía cinco años. Formaban la pareja perfecta: ella, cariñosa, paciente y bastante callada; con esa cara de bueno tirando a tonto que en un humano puede llevarnos a errores fatales si confiamos en que es espejo de algo... una perra encantadora; él, un supuesto tipo duro, neo-nazi militante, bravucón con reservas.

Atónito observando aquella escena, con extraño desapego sin embargo, caí yo en la cuenta de que la puerta, la puerta que siempre estaba cerrada con un candado, la que pertenecía al cuarto que, según López, estaba lleno hasta arriba de muebles y trastos de sus abuelos y al que nunca nadie se había asomado, estaba entreabierta. Empujé y palpé a mano derecha, donde casi siempre encuentra uno el interruptor, que allí estaba. Se iluminó una habitación mucho más grande que lo prescindible en las superficies habitables del común de los parias. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, y éstas, llenas de cajas y más cajas, trescientas al menos. “Esto debe valer una fortuna”, pensé calculador. En el suelo estaba el móvil del crimen, la causa del trastorno transitorio, del arrebato “perricida”: cuatro o cinco de aquellas cajas habían sido destrozadas a dentelladas, también su delicado contenido: muñecas Barbie de colección.

Friday, November 06, 2009

Noche mágica

Hacía más de dos horas que esperaba, inmóvil, sentado en aquel salón en el que primaba el blanco. Por fin oyó la llave que abría la puerta principal. “Perdona, cariño, pero es que había mucho tráfico. No tardo nada; me pego una ducha rápida y nos vamos.” No contestó.

Llevaban casados mucho tiempo y la consideraba uno de los pilares de su vida; aunque siempre le quedó, como a todos los hombres con dinero, una sombra de duda sobre lo que su amor tenía de verdadero.

Se acercó a la nube de vapor. La silueta desnuda que traslucía el cristal le hizo ver nítidamente la película que le había contado el detective. Corrió la mampara. “¿Qué haces? No tenemos tiempo para jueguecitos.” La agarró del pelo y tiró. Ella resbaló y cayó a plomo. Sentado encima, bloqueándole los brazos con las rodillas, apretó su cuello con fuerza. Veía sexo y deshonor; veía también las consecuencias que tendría lo que estaba haciendo, pero veía sexo y humillación. Aquello costaba más de lo que había imaginado. Soltó la mano derecha, cogió la escobilla del váter y se la clavó en la boca abierta, con violencia, descargando su peso sobre ella mientras la retorcía. El pataleo se detuvo. Le echó una toalla por encima de la cabeza de suerte que al caer adoptó forma de tienda de campaña. No le pareció digno, así que retiró la toalla y la escobilla, tomó el cuerpo en sus brazos y lo llevó a la cama. Le fastidió que aquella mueca fuera el último recuerdo, quizá el que se superpondría a cualquier otro.
Se puso ropa seca, bajó al garaje, y, en su Audi, sin pensar, como un autómata, recorrió su ciudad. Era verdad lo del tráfico. “Seguro que el alcalde está hoy allí.”

Aires de batalla. Ambiente de las grandes noches. Intuía que esa sería autor de algo importante. Llenaría periódicos. Aquella tensión era su alimento. Seguía sintiéndola cada vez, por muchos años que pasaran. Los prolegómenos, el túnel, el ruido como de caballos; la luz que se acerca y estalla en aquel rugido. Nudo en la garganta. Cuartos por fin. Vuelta contra el Chelsea; dos a uno en Londres. Se preguntó, ingenuamente, si sería ese su último partido. “Bueno, sí, ¿no?”

Thursday, November 05, 2009

La tradición

A dos meses escasos, es tarde ya para adelantarnos a los adelantados. Pero, al menos, estaremos en el grupo delantero. Luego, intentaremos saltar por encima, atravesarla como fantasmas o enterrarnos para que nos sobrepase sin tocarnos.
Este año contaré lo que llegó a ser una tradición navideña en aquel lugar lejano y conceptual que podríamos llamar “hogar familiar”.

Cada veintitrés de diciembre, al caer la tarde, sonaba el timbre: la anciana presencia liminar de doña Angustias, la vecina de arriba, en bata y zapatillas, viejas la una y las otras como ella, con una maraña sucia de pelo gris que parecía de alambre. Contaban de ella que fue guapa.
—Buenas tardes, hermoso, venía...
—No me lo diga, a por el disco.
—Pues sí.
—Ahora mismo se lo traigo.
El disco era uno de esos recopilatorios de canciones navideñas interpretadas por cantantes de Soul y grupos de Rock & roll, con las de siempre: Jingle bell rock, Let it snow, The little drummer boy, Run, run, Rudolph, etcétera.
Lo agarraba la buena mujer como si temiera que en cualquier momento pudiéramos arrepentirnos de prestárselo, daba las gracias muy bajito y se marchaba a su casa.
El día veinticuatro, Nochebuena, después de cenar, mis padres, cómplices, se iban pronto a la cama. Recién comenzado el veinticinco, a eso de la una, se oía el ruido del ascensor. Sonaba el timbre y allí estaba de nuevo doña Angustias:
—Venía...
—... a devolver el disco.
En ese momento, justo cuando recogía quien fuera el disco de sus manos, su rostro se transformaba en retrato de la maldad, que parecía fluir a la superficie y tirar de sus arrugas. Sacaba de entre los pliegues de su bata un cuchillo de cocina de los grandes que agarraba en la forma que permite asestar los golpes de arriba a abajo, y se lanzaba en frenética persecución de los cuatro hermanos que éramos. La citábamos y ella amagaba y corría todo lo que su edad y sus achaques le permitían, que era poco. Alrededor de la mesa, en la que todavía estaban los restos de la cena: en el sentido de las agujas del reloj; cambiaba la vieja de sentido, cambiábamos nosotros, lanzándole de paso y entre risas un trozo de pavo o un polvorón.
Al poco, entre sus agudos gritos se intercalaban soplidos y resoplidos —¡decrépita psicosis!—. Se paraba unos segundos, aspiraba profundamente y se arrancaba de nuevo, con más voluntad que fuerza, lanzando chillidos de urraca para darse ánimos. Cuando ya desfallecía, se apoyaba en algún sitio, rendida, sin energía, respirando en estertores. Entonces solía acercarme yo, en calidad de hermano mayor:
—Ande, traiga; deme eso, no vaya a hacerse daño.
La acompañaba hasta la puerta y ella, sin decir palabra, se metía en el ascensor y subía a su casa.
Al día siguiente, cualquiera de nosotros le subía el cuchillo.

Friday, October 09, 2009

El sueño del viejo consejero

Lluvia caliente sobre un todo blanco, vapor de agua, colectiva higiene personal.
Golpe seco, el jabón, en las películas, golpe de nuevo; hay gel: ¿sentido del humor? Mirando a la pared, disimular, azulejos; carne blanda y temblor.
Tocan en tu hombro; patibulario, dos metros, acero y cicatrices, cierta ternura, tatuajes toscos, más alrededor, nuevas compañías, demasiado cerca. Negociación.
Pared magnética, fuerza brutal, escasa resistencia. La autoridad. Arrecia la carne, sobran las palabras. Melocotón, fruta podrida, camino inverso; se rompen las fibras y tu corazón.
Tirado en escorzo, río rojo, las cloacas. “El muñidor”; ¡con lo que tú fuiste!, ¿de veras lo crees? No llores. ¿Te arrepientes? ¿Estás limpio ya?, porque la limpieza es capital.

Y todo esto es ―ay― un sueño, es ciencia ficción.

Thursday, October 08, 2009

Pensaba decir

No era necesario ser de los que hilan fino para ver que abrir aquello entre semana era tirar el dinero. A mí ―para qué negarlo― me venía estupendamente que al dueño le diera igual. La beca me daba para vivir, pero con aquel trabajo ganaba un dinero extra para hacerles algún regalo a mis padres y darme un capricho de vez en cuando. Además, en días como ese sacaba mis buenas horas de estudio en una esquina de la barra que, por ambiente, parecía hecha para recogerse.
Al fondo, en la mesa de billar, una pareja cambiaba la posición de las bolas y tonteaba. Completaban el aforo, apoyados en la barra, dos hombres en ese estadio intermedio entre el casi sobrio y el medio borracho. Sus edades y sus esencias estaban también en una peligrosa zona indefinida: no jóvenes pero tampoco viejos; no gordos, pero con cierto sobrepeso localizado en su entorno natural; no esto ni lo otro. Tres frases de su conversación escuchadas sin querer me ayudaron a completar el perfil y a situarlos en la historia: eran ambos de la generación de los mejores.
Aunque no negaban que es casi una tradición que todo reemplazo, quinta, curso, promoción...en fin, que cualquier remesa humana que el azar sitúa en cualquier parte se jacte de haber soportado tiempos más duros y condiciones más difíciles, de haber vivido según más altos principios, de tener cimientos culturales más profundos, y de haberlo conseguido todo mediante esfuerzos mayores que el grupo que los sigue en el tiempo, señalaban diferencias abismales e inéditas entre ellos y los jóvenes de hoy. Al parecer, se había producido un salto cualitativo atrás, una involución. ¡Lo nunca visto! Ejemplificaban ―¡los reyes godos!― y coincidían en el aspaviento. Ilustraban ―¡lenguaje sms!― y se amorraban a sus cervezas mientras recordaban fragmentos de los clásicos. “Esta juventud de hoy no puede traer salvo el Apocalipsis.” Incidieron, reincidieron y se repitieron: eco con distintas palabras.
Empezaron a desquiciarme: sé lo que hay, pero también lo que había y lo que hubo. Pensaba acercarme y decirles algo. Algo como preguntarles si también consideraban que todo tiempo pasado fue mejor, y por eso intentaban seguir viviendo entonces... Si realmente fue mejor, ¿no lo fue porque entonces eran jóvenes? ¿Existían realmente esos valores y esa cultura de boquilla? Si, en teoría, ellos habían sido los últimos encargados de trasmitir los unos y la otra, ¿qué había ocurrido?, ¿los habían guardado para sí como hace el acomplejado y por eso no se conducían por el camino que marcaban sus palabras? ¿Dónde apareció el materialismo más cutre?, ¿quizá donde el idealismo se limitó al pasado y a supuestas capacidades propias? Pensaba preguntarles también si era tan importante para ellos ganar esa guerra dialéctica contra un enemigo que ni los considera y que los supera en habilidades de las que ellos no conocen siquiera su existencia... y en el alcance de su mirada. Y pensaba decirles finalmente: “Para vosotros la perra gorda”. Pero cuando me acerqué para decir algo parecido a todo eso, vi cómo sus cuatro ojos se clavaban en mis tetas y sólo dije: “Si no os importa..., vamos a cerrar”.

Friday, September 25, 2009

Jaime del Río

Orgulloso, con su flamante nombramiento oficialmente publicado, Jaime del Río se presentó en el departamento de personal del Ayuntamiento para que le dieran los detalles de su destino. ¡Administrativo del consistorio! No era lo que había soñado, tampoco Notarías ni Abogado del Estado, pero, con todo, era un empleo fijo, un sueldo cada mes para toda la vida.
Tendió la carta a la secretaria y esperó mientras aquella mujer avinagrada la leía, asentía y ponía cara de saber de lo que iba aquello. Escribió ésta algo en un papel y le dijo: “Tu ubicación física estará en esta dirección. Pásate por allí mañana o, a más tardar, pasado. ¿De acuerdo?” “De acuerdo”, contestó mientras se dijo sin abrir la boca “¡ubicación física!”, riéndose para sus adentros.
Como no estaba lejos, decidió dejarse caer por allí, brujulear un poco y, si se terciaba, conocer a sus nuevos compañeros. Le sorprendió que se tratara de un portal normal y corriente —antiguo— y no de un edificio de oficinas o de alguna de las sedes conocidas, aunque luego pensó que no era tan extraño, pues las administraciones solían calcular mal sus necesidades de espacio —entre otras cosas—, teniendo luego que alquilar más aquí y allá, normalmente con criterios de favor. Subió al último piso, el séptimo, en un ascensor de aquellos, que gemía y chasqueaba dolorosamente. A la derecha, escrito en una placa, podía leerse: “Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid. Servicio de Recaudación en Tercera Instancia”. Entró sin llamar, como prescribía un folio escrito a mano y pegado con celo sobre la puerta. Era un piso grande, de techos altos y con un parqué que pedía a gritos ser acuchillado. Desde el hall en el que se encontraba salía un pasillo muy largo al final del cual se veía luz.
—Hola. ¿Hay alguien? —preguntó mientras avanzaba tímidamente por el corredor en penumbra.
—Sí, voy, voy — se oyó—. ¿Sí? —preguntó un viejecito vestido de otro siglo (chaleco de punto, pajarita, chaqueta con coderas y quevedos).
—Hola, soy Jaime del Río, y parece ser que, desde mañana, voy a trabajar aquí.
—¡Qué alegría! —exclamó el anciano con una sinceridad que inyectó una dosis de optimismo en Jaime del Río
—Ven por aquí, que voy a enseñarte tu despacho.
Doblando el pasillo a la derecha, al fondo, una habitación con los justo: una mesa, una estantería de módulos con algunos tomos en rústica, fardos de revistas y dos archivadores; un teléfono de rueda y un reloj en la pared; todo tristemente iluminado por luz fluorescente.
—¡Tú despacho! Bueno, yo tengo que irme. Adiós.
—Pero...
Cuando Jaime del Río enfiló la recta larga del pasillo, el hombrecillo había desaparecido. Deambuló un rato por el piso. Llamó a todas las puertas sin obtener respuesta. Entró en uno de los despachos, que era similar al suyo. Empujó otra puerta: un cuarto de baño, alicatado en sucio y con muchas tuberías a la vista. Se miró al espejo. Salió tres veces: del baño, del piso —no sin dudar si cerrar la puerta— y a la calle. “¡Mañana será otro día!”.
Y lo fue y se presentó dispuesto a trabajar. El piso estaba desierto. Se sentó en su silla y esperó lo normal: conocer a sus compañeros, usos y costumbres, que alguien le explicara cuáles serían sus funciones, a quién debía reportar... y ese tipo de cuestiones nimias, vitales para el recién llegado. Pasó la jornada y no pasó nada. Al día siguiente actuó:
—Buenos días. Mire, soy Jaime del Río. Acabo de incorporarme al Servicio de Recaudación en Tercera Instancia, y resulta que aquí no hay nadie y no sé...
—Le paso.
—Diga.
—Buenos días. A ver si puede usted ayudarme. Soy Jaime del Río. Me he incorporado...
—Le paso.
—Diga
—Buenos días. Soy...
—Le paso.
Pasó una semana ocupado con esas llamadas. El lunes siguiente se plantó en “Personal”, dispuesto a solucionar la cuestión a toda costa. “Espere en aquella sala”. Allí transcurrió su sexto día de trabajo. A última hora pasó por la oficina y, sobre su mesa, encontró una carta en la que se le amonestaba por haber dejado aquello solo en términos parecidos a estos: “Sirva este escrito para notificarle que consta en su expediente un falta: Leve-venial, castigada con: Amonestación verbal. Los hechos que fundamentan la sanción son: Ausentarse de su puesto de trabajo durante el horario laboral más allá del tiempo convenido para el bocadillo. Atentamente.”
Era su cumpleaños, así que habían pasado cinco meses desde que ocupó la plaza. Miró el reloj, las diez y cuarto; lo miró otra vez, las diez y dieciséis. Un jueves, mientras estaba hablando con una araña, le pareció oír el teléfono; pero no sonaba.
Tiró de la cadena y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo. Habían pasado cuarenta años, pero aquella luz hacía que las cosas se vieran peor de lo que eran. Volvió a su mesa; las diez y diecisiete. Aquel día recibió la segunda carta de su carrera profesional. El tenor del texto era el siguiente: “Por la presente, se le notifica que el próximo viernes finaliza el periodo que usted debía abonar en concepto de sanciones pendientes y Purgatorio, por lo que, a partir de dicha fecha, quedará usted en paz con este Excelentísimo Ayuntamiento, así como en disposición de entrar en el Reino de los Cielos en virtud del convenio firmado entre Dios y este Consistorio. Reciba un cordial saludo.”
—¿Hay alguien?
—Sí, voy, voy —contestó Jaime del Río, estirándose el chaleco de punto, que se le había subido ligeramente—. ¿Sí? —preguntó al joven que tenía enfrente.
—Hola, soy Jaime del Río, y parece ser que, desde mañana, voy a trabajar aquí.

Tuesday, September 22, 2009

Transiciones

A veces no hay más remedio que quitarse de en medio para evitar lo que te indigna; pero aunque apagues sabes que ahí está y acabas viéndolo dentro: esta noche he visto muertos. Tortura psicológica sufrirlos cuando de ellos se espera que alivien el sufrimiento. Las mortajas dejaban ver sólo sus caritas duras. Por su aspecto –abotargados, amarillentos y verdosos, hinchados–, debían estarlo desde hacía ya varios días. He visto a un alcalde cursi, dilapidador, recaudador arbitrario, olímpico en sueños y tramposo; a un presidente descoordinado malabarista ciego, errático, blando avergonzado, perdido; también a sus dos “groupies” más tontas; a la secretaria espiada que viva estuvo cerca de ser guapa; a una presidenta espía que estaba más guapa así que viva; a un ministro bombilla sin corbata, amigo y cómplice de las empresas... Y a otros.

La Justicia había ilegalizado todos los partidos registrados por considerarlos el brazo político del grupo terrorista llamado Pueblo de España, responsable pasivo de la perversión democrática. Al día siguiente surgieron más siglas que querían lo mismo. Llegó la dictadura y hubo que comulgar, pero al menos no con ruedas de molino, pues no se pierde la dignidad si te apuntan con un arma. Olvidado todo, como siempre, empezó de nuevo a hablarse a escondidas de libertad y a soñarse con una sociedad futura donde los políticos –que serían capaces– pudieran ser juzgados, en el rarísimo caso de que fuera necesario, no por instancias especiales donde se esconden marionetas, sino con mayor dureza que un don nadie, ya que son responsables de gestionar lo que es de todos; donde las instituciones fueran respetables y el acuerdo fuera posible para algo más que para subirse el sueldo; donde hubiera división de poderes: el real, que es el del que lo delega, y el del que lo ejerce por delegación; donde los ciudadanos tuvieran derechos en su faceta de consumidores frente a dédalos burocráticos y judiciales y a la complicidad de las autoridades; donde no existiera el empeño de regularlo todo para nada; donde el poder no fuera apariencia sino responsabilidad con toques de idealismo... Tuvimos más de lo mismo.

Saturday, September 19, 2009

El colectivo triste

Que a la vida le gusta ser triste y dura es una verdad evidente, una certeza estadística. Si no me crees y quieres comprobarlo sólo tienes que ir a donde yo he estado y mirar en donde yo he mirado: dentro de los ojos del colectivo triste, donde no hay chispa ni vida, fuente seca que jamás te dirá dónde ponerte para salir pronto de allí. “¿Ha sido eso una sonrisa? Efecto efímero de un sueño fugaz.” “¿Tarjeta de cliente?” -En la nevera, congelada, tengo parte de su alma-. Hoy hipócritas bolsas ecológicas para salvar el mundo empezando por las antípodas mientras allí una especie languidece esperando la llegada definitiva de las máquinas que acaben con el sufrimiento que me supone verlas así.

Monday, September 07, 2009

La banalidad del mal

El tráfico de Madrid no era ese día el coágulo renqueante de siempre y me fue propicio. Llegué, pues, temprano y decidí, en vez de hacer tiempo en el bar en el que habíamos quedado, entrar y observar cómo se desenvolvía en “su negociado”: una oficina del Inem. Verlo trabajar era desquiciante. Se hacía el sordo con maestría natural. Dominaba los ritmos y los alternaba para observar los efectos en lo que él no llamaba ni usuarios ni clientes, sino “tutelados”; ora tranquilo, hablando incluso de sus planes para el fin de semana, ora estresado, bufando desbordado; ambos fingidos. Llamaba estúpido con el tono de voz a cualquiera que hubiese olvidado un papel, imprescindible o inventado por él sobre la marcha. “Se comprende tu condición de lacra social”, parecía decirle con la mirada a aquel ecuatoriano canijo que se desesperaba por tercer día consecutivo detrás del mostrador.
Le hice un gesto: tres golpecitos con el índice sobre la esfera del reloj; asintió, cogió su cazadora y sin mirarlos siquiera dejó allí a no menos de quince personas, que saltaron de la incredulidad a la indignación sin que él se inmutara.
–Me tienes completamente despistado –le dije, ya con dos cañas delante–. Según mi experiencia, la gente trabaja como es, impulsado, guiado o frenado cada cual por los rasgos de su carácter: los nerviosos, deprisa, para descubrir que les sobran cinco horas; los tranquilos, con calma, pase lo que pase; los pasotas, dejando los problemas pasar... Pero tú no te adaptas a ningún estereotipo.
–Pues tú sí –dijo él–. Al más común: al del que cierra los ojos porque no quiere ver la realidad. Yo, alma de cántaro, soy del tipo que no se desahoga llorando, que no se consuela hablando, que mira a la gente desde lejos porque no es capaz ni quiere compartir nada con ella. Yo soy malo, simple y rutinariamente. Y no le des más vueltas.

Thursday, September 03, 2009

Cosas que nos unen

Ahora que la Segunda Guerra Mundial está de cumpleaños... Por cierto, en una ceremonia que se celebró para conmemorar el setenta aniversario de su comienzo, me encontré formando corrillo con una conocida dirigente de la derecha. Especialmente dicharachera ese día, nos contó cómo su padre, entonces diplomático en prácticas, estuvo comprometido con una joven alemana de noble familia hamburguesa: “Pero, gracias a Dios, estalló la guerra; los aliados arrasaron la ciudad en el cuarenta y tres y su novia pereció, aplastada por un edificio de ocho pisos. Mi padre retomó la relación con su antigua pandilla, y entre tortillas encandiló a la que sería su esposa y madre mía”. –Eso mismo, ¡madre mía!, pensé yo–. “Así, podría afirmarse casi con total seguridad que si Hitler no hubiera tenido esa forma de ser tan suya, yo no estaría aquí ahora”. Cruzamos los presentes miradas perplejas mientras ella soltaba sonoras carcajadas de ave silvestre que acompasaba con rebotes de sus hombros... Bueno, volvamos al camino. Quería contar una historia, una de tantas, pero en la guerra el ambiente convierte cualquier minucia en epopeya.
Situémonos. Francia. Primeros días de julio del cuarenta y cuatro. Por un error administrativo, una de las divisiones que avanzaba hacia el sur después de haber tomado Cherburgo se encontró con un refuerzo de diecisiete cocineros que no había solicitado. No estaba el conducto para reclamaciones ni las carreteras para desplazamientos, así que se les suministró equipo y sin más entrenamiento que tres consejos fueron enviados a primera línea como tropa de infantería. Dieciséis murieron al día siguiente; el otro sobrevivió, entró en París y allí se quedó treinta y un años y medio. Con el tiempo conoció a una chica, española como él, se casaron y tuvieron una hija que es la madre de una destacada dirigente socialista.

Tuesday, September 01, 2009

Sueño recurrente

Me pasa con cierta frecuencia de un tiempo a esta parte: cuando me quedo dormido leyendo, cuando me rindo tras haber luchado, sin avanzar, en ese territorio intermedio en el que todo se ralentiza, las líneas se tornan evanescentes y se disuelven, sueño con texto. Un texto que tiene sentido, que tiende más a la novela que al ensayo, que voy leyendo a gran velocidad, sin parar, sin adelantar la vista, sin dudas, vacilaciones ni errores. No recuerdo lo que leo o invento..., o escribo con la voz que oigo, que es la mía como la oigo despierto (las palabras pasan nítidas por la verbalización, útil para apreciar la estética de su asociación y sus cualidades sonoras, pero innecesaria para asimilar lo que nos dicen; no llegan sin embargo a su destino: no dejan poso).
Hoy el sueño ha evolucionado. Durante la lectura, dormido, soñando, he sentido sueño, he entrado de nuevo en la zona de tránsito, y cuando he caído por segunda vez, me he despertado bruscamente del sueño principal. Nada reparador pero doblemente recurrente.

Thursday, August 13, 2009

Estúpido y Gordo (Deseando salir)

Este trabajo de carcelero es el más duro de los que has desempeñado. No es que te hagas cargo de muchos presos, pero los dos que están bajo tu responsabilidad son de cuidado y luchan desesperada y constantemente por fugarse, por salir. Su control es en sí mismo una condena, exige atención perpetua. Y no pienses en tomarte vacaciones. Ellos disfrutan elaborando planes, intentando que te relajes, dándote excusas para que los dejes a solas el tiempo que precisan.
Aunque ambos conocen tus debilidades y se aprovechan de ellas, saben trabajar por fases y camuflarse entre usos, convenciones, modas y actitudes, cada uno tiene su estilo. Uno, el 0001, es rápido y eléctrico como el rayo; crea dudas y espejismos y vende como buenas ideas inverosímiles. Cuando quieres darte cuenta ya no está y ha sembrado pistas que apuntan hacia ti. Arreglar los desmanes que causa en un segundo con sus interferencias puede -si acaso es posible- llevarte una vida. Entra y sale; es reincidente. El otro, el 0002, trabaja despacio porque todo cae a su favor. Es paciente y concienzudo extendiendo su magma, un capo que entrevera sus tentáculos con las raíces de tu mundo hasta que se hace legal e igualmente y para siempre tú eres él.

Tuesday, August 11, 2009

Movimiento único

Fue el sábado a eso de las cuatro; en plena siesta. Sonó el teléfono y al otro lado, tartamudeando histérica, E, la mujer de mi amigo P. “A, a P le le le pasa algo. Se se se ha desplomado y no no no responde. Ven”. “Voy. ¿Has llamado al 112?” “Sí. Ya vienen”.

P siempre fue un tío espléndido. No es encendido y sentimental elogio, es la verdad. Cuando tenía –y tuvo mucho– gastaba a manos llenas, y cuando no, también. Recuerdo una vez que me pidió cien mil pesetas (era entonces) y acabando de comer me pidió otras veinticinco porque las cien no le llegaban para pagar la langosta.
Contamos mil veces esa anécdota, celebrándola, pero el grupo que formábamos empezó a reducirse al mismo ritmo que P nos convocaba para, indefectiblemente, pedirnos dinero. Al principio, excusas sobre el dinero; luego, sobre la asistencia; finalmente, la desaparición.

Como vivo cerca y soy muy rápido, llegué antes incluso que los de emergencias. Sin pérdida de tiempo, abofeteé a E para calmarla un poco y me lancé sobre lo que ya era un cadáver al que –¡qué menos!– zarandeé un par de veces, como para hacer ver que hacía todo lo posible o algo al menos. Desde aquel punto de vista y siguiendo la mirada fija del muerto, alcancé a ver mucha pelusa y un papelillo que se había deslizado debajo de un sillón: era el resguardo de una apuesta de Euromillones. Todo fue un único movimiento: levantarme, ver abierto el periódico encima de la mesa, ver la luz y guardarme el papelito en el bolsillo. Aparte, madura reflexión.

Dijo alguien, algún romano, algo así como que a los amigos verdaderos y a los que no lo son se los descubre cuando ya no se puede corresponder ni a los unos ni a los otros. P estuvo a punto de tener la oportunidad; el azar se la dio, y la obesidad, el colesterol, su sedentarismo y un alegrón se la quitaron junto con la vida. Debió, por un instante, sentirse muy feliz: una fugaz estancia en el Cielo.

En fin, amigo mío, recuerda que yo era el único que acudía ya a tus encerronas y el único al que debías dinero. Así que –no nos ensuciemos con asquerosos cálculos financieros– con esto puedes considerar tus deudas, las de amistad y las de metal, saldadas.

Thursday, August 06, 2009

E


–Pues lo último que sé de él es que pasó la nochebuena encerrado en un ascensor con una anciana. Llevaba, por suerte, un salmón, de esos envasados al vacío, que le habían regalado.

–Entonces, ¿no sabes la que montó el otro día? Resulta que se encontró con su exnovia por la calle y la propuso tomar algo. Mientras ella hablaba, se fijó en aquel cutis desértico del Colorado, en ese pelo muerto, en los colgajos que empezaban a bajar como telones. Un relámpago de recuerdos de cama y besos, la náusea, la arcada y una vomitona que arrastró fuera todo lo que acababa de comer, que debía ser mucho y lasaña, como siempre. Inundó la mesa y salpicó abundantemente a...

El resto del grupo estaba ya acostumbrado a que aquellos dos hablaran de E en sus reuniones. Hacía años que lo hacían.

–Ahora tiene un grupo de rock sinfónico. Está intentando ponerle música al Plan Contable. Además es el presidente de su comunidad de vecinos.

Habían empezado con el jueguecito casi por casualidad, alargando un duelo de ingenios al ver que los demás preguntaban, intrigados, de quién hablaban. Cada uno había puesto mucho en el personaje: deseos ocultos y manifiestos, frustraciones, amores y odios, ideales y miedos, rasgos de historia, cine y novela; incluso un emblemático jersey de cuello alto.

Increíblemente tarde, pero como no podía ser de otra manera entre humanos, surgió la disensión entre los padres, y eso afectó a su criatura.

–Sé que es un tema delicado, pero creo que debes saberlo: E va diciendo por ahí que se ha acostado con tu mujer.
–No te creas todo lo que oigas. A mí, por ejemplo, me han contado que intentaste besarlo y que tuvo que pararte porque estabas como una moto.

El ser imaginario que había sido la alegría de la fiesta, el polifacético, multiuso y mundano E, se fue oscureciendo. Ya no era el incansable viajero misterioso y desinhibido, playboy y bon vivant; ahora era un síntoma de enrarecimiento, una unidad de tensión, un pecado capital.

Tiempo después, la noche en que su amistad salió a nado del alcohol, tocada pero viva, decidieron que ya nada podría volver a ser igual, porque aquel hombre se había pasado de la raya.

–¿No lo habéis visto en los periódicos? ¿No?, ¿ninguno?... Parece ser que E estaba metido en algo muy feo: un doble asesinato y un secuestro; complicidad y encubrimiento, presuntamente. Prefirió tirarse por la ventana –octavo piso– a que lo detuviera el F.B.I.


Y todos se quedaron en silencio.

Tuesday, August 04, 2009

El coche robado

E no suele salir. Las pocas veces que lo hace, no suele beber; y las contadísimas que bebe, nunca conduce después. Aquel día hizo las tres cosas, aunque aseguró que controlaba. “Soy neurocirujano”, dijo, dando a entender, sin ofender, que sus cualidades no eran comparables con las de un 99,9% de los seres humanos.
Aparcó el coche –un BMW serie 5 Berlina comprado hacía un mes–, llegó a casa ondulando y se acostó.
A la mañana siguiente el coche había desaparecido. Pasó por una comisaría cercana y denunció el robo. Llamó al hospital y pretextó un insoportable dolor de hormonas: no se veía capaz de afrontar una jornada laboral con el trauma de la violación de la que se sentía víctima.
Rumió su indignación durante semanas: ¿adónde iban a parar sus impuestos?, ¿qué hacían con ellos, además de agujeros, aquellos delincuentes? ¡Quedárselos!, claro, ¡qué si no! ¿Qué sistema era aquel...? ¿En qué burdel estaría la policía mientras...? Desatado, plasmó estos y otros pensamientos en decenas de cartas a los directores de docenas de periódicos. Pocos, individualmente o formando grupo o institución, se salvaron de sus reproches. A sí mismo, sin embargo, sólo pudo echarse en cara lo que era parte de su ser: la tacañería -aunque no la llamó así en su reflexión-; al fin y al cabo, ese coche bien hubiera merecido una plaza de garaje.
Pasó el tiempo, cobró la indemnización del seguro –ridícula, en su opinión– y se compró otro coche: misma marca, mismos modelo y color.
Cierto día, al volver de trabajar, tras más de veinte minutos dando vueltas, encontró un espació para aparcar en batería en la primera calle paralela a la suya, justo en el lado del bloque opuesto al de su portal. Al volverse para cerrar con el mando, reparó en el vehículo estacionado justo al lado. Era de la misma marca y del mismo modelo que el suyo, también del mismo color, amarillo, aunque éste estaba algo polvoriento; y dentro, junto al san Cristóbal, en un marquito pegado sobre el salpicadero, las fotos de sus hijos: “Papá, ten cuidado”.

Monday, August 03, 2009

Energías alternativas

Las energías alternativas: un asunto crucial para el futuro de nuestro planeta sobre el que los españoles tenemos mucho que decir. Ilustro el argumento con una escena que presencié no hace mucho.

Me fijé en un hombre joven que vacilaba (el agua estaba fría), uno de esos hinchados pero fofos a los que las pesas y el bañador minúsculo convierten en seres ridículos cuya relación con el espejo me resulta incomprensible. Daba un pasito y retrocedía tres. De pronto, cuando parecía que había tomado una determinación pues el agua le llegaba ya por los tobillos, uno de sus pies se hundió un palmo en la arena.
Al girar la cabeza para compartir el cachondeo, vi que una gorda tremenda se arrancaba desde la segunda línea de toallas, conseguía una aceleración contranatural, difícil de creer sólo porque yo lo diga, y se abalanzaba sobre el hombre arraigado. La siguieron cuatro niños renegridos de diversas edades, y entre los cinco lo dejaron medio muerto. Con el cuerpo allí tirado, se acercó el que parecía ser el cabeza de familia, un hombrecillo de apenas uno sesenta, cortinilla y un bigotito franquista de los que ya se ven pocos. Empezó a escarbar alrededor de la pierna desvencijada. Tras unos minutos de trabajo, se incorporó. Entre los brazos –desolado– llevaba lo que quedaba, nada aprovechable, de una sandía.

Friday, July 31, 2009

La presencia

Aquel no había sido precisamente mi mejor día, pero al fin estaba en casa, y lo de desconectar se me daba cada vez mejor desde el momento en que asumí que aquello era lo que había y que esa sería mi vida. Tiré la chaqueta en la silla del recibidor, como todos los días; fui a la nevera, cogí una cerveza y, como todos los días, me reconfortó la perspectiva de una tarde tirado en el sofá. Pero allí, en mi sofá, regio porte, de blanco impoluto, con esa sonrisilla que se le dibujó el día que lo eligieron y que parece imborrable, estaba Joseph Ratzinger: Benedicto XVI.
Tras un instante durante el cual fui incapaz de articular palabra, me dirigí a Él respetuosamente:
–Buenas tardes, Vuecencia. ¿Cómo debo dirigirme a Usía? ¿Papa, señor Ratzinger, Benedicto, señor Dieciséis..., Joseph, quizá?... Sin querer ofender a Su Excelencia, me gustaría saber qué hace Su Ilustrísima aquí.
No obtuve respuesta, aunque noté que aquella presencia posaba su mirada en mi cerveza y hacía un movimiento, casi imperceptible, de negación con la cabeza, eso sí, con la sonrisilla puesta.
Dediqué varias horas a interrogarlo, pero todo rebotaba contra su sonrisa autista. Ni siquiera contestó cuando le dije que iba a prepararme un sándwich, que si quería él uno. Me observaba mientras comía como lo hacía mi madre antaño y yo me desesperaba como entonces, aunque no consideré apropiado reaccionar igual: como un basilisco.
Fue cuando encendí la televisión y empecé a saltar de canal en canal cuando establecí un primer hilo de comunicación con él, pues noté que en unos su cabeza asentía ligeramente, como aprobando la elección, y en otros repetía el lento movimiento de censura que había hecho antes mirando mi cerveza.

Los que dicen que a todo se acostumbra uno, esos propagandistas del conformismo, no saben lo que dicen. ¿Acaso se han duchado ellos con el Papa? ¿Saben lo que es salir a correr y verlo volar por debajo de tres minutos el kilómetro?, ¿y tener que arroparlo por las noches? ¿Ha tenido tal vez alguno su cara a cinco centímetros cuando intentaba relacionarse para resucitar su vida sexual? Hablar por hablar.

Sólo después de cuatro meses se me ocurrió que era posible que no me entendiera, así que, a duras penas y apoyado en diccionarios y gramáticas, le hablé en seudo-latín y en cuasi-alemán. No era ese el problema.
Traté de ignorarlo; me fue imposible. Luego intenté quererlo, pero, aunque conmigo se había portado bien, estaba en total desacuerdo con la manera en que gobernaba la Iglesia: un abismo nos separaba.
Tuvimos largas conversaciones sobre teología, política, filosofía, moda y deporte en las que yo mismo me contestaba una cosa u otra, dependiendo de lo que hubiera dicho su cabeza.
Y así fue pasando el tiempo, hasta que cierto día caí en la cuenta de que Joseph aprobaba todas mis acciones, pero no porque se hubiera vuelto progresista o más tolerante, sino porque yo actuaba a su gusto: me había amaestrado.

Una película de ciencia ficción me trajo un rayo de esperanza. “Si este hombre puede bilocarse, ¿no se producirá una de esas paradojas si consigo reunir al mío y al de Roma?” Busqué en Internet la manera de acceder a una de las audiencias del Papa. Anticipaban que había que solicitarlo con mucha antelación. Pero ¿cuánta?, es decir, ¿cuánto iba a tener que esperar? De las posibles formas para reservar, opté por la llamada a la Prefectura de la Casa Pontificia. ¡Un año y siete meses! Me dejé llevar por la ira. Le reproché, furibundo, las normas de vestimenta que imponían para las visitas: “(...) Para las mujeres vestir una ropa modesta, de colores oscuros, con los brazos y la cabeza cubiertos. Los hombres (...) evitar camisetas sin mangas”. Entonces empezó a negar con la cabeza, ahora claramente, barriendo 180 grados, y ya no paró.
Era verano. Decidí que me colaría en Castelgandolfo, ¡y que fuera lo que Dios quisiera! Saqué un billete destino Roma para primera hora del día siguiente. Desde allí, taxi a la pequeña localidad de Castel Gandolfo. Por un instante me pareció que la sonrisa de aquel fardo se descomponía, provocándome este acontecimiento un sentimiento contradictorio. Barajé varios planes de acción. Me decanté por el más prudente: me camuflaría entre las plantas de los jardines del palacio y esperaría, rezando para que ocurriera, a que el Papa pasara cerca, de paseo en oración, para saltarle encima.
Todo ocurrió exactamente así. Y como había supuesto, fui reducido a golpes y arrastrado, inconsciente, hasta la comisaría. Cuando desperté, lo primero que vi fue a Joseph, que seguía moviendo la cabeza como un aspersor. “No había funcionado. ¡Maldita sea!” Acto seguido, como era de rigor, me llevaron al cuarto de interrogatorios. “¿Qué me puede pasar? Me tomarán por un fanático más –estarán acostumbrados– y me soltarán”.
– Le voy a formular una pregunta muy simple –me advirtió en un más que correcto español el poli sentado al otro lado de la mesa–: ¿qué ha hecho usted con el Papa?

Wednesday, February 04, 2009

Cerdopollo

Ayer, desesperados, acuciados, coincidiendo con la luna llena, nos comimos a Caín: el primer ejemplar de cerdopollo nacido del cruce natural de dos cerdopollos. Antes se habían obtenido otros desarrollos, pero procedían de cruzar cerdo con gallina, cerda con gallo, o cerdopollos obtenidos de esta manera con gallina, cerda, gallo o cerdo.
El proyecto, destinado a revolucionar la industria alimenticia, se quedó en una serie de productos caseros, unos huevos fritos, un caldito y el relleno de una almohada.
Para las autoridades de este país la ciencia está en el fondo del cajón del olvido…Este impulso de criticarlas debe proceder de nuestra parte humana, pero nosotros también actuamos. Yo y mis gemelos, hijos biológicos del padre científico de los cerdopollos -la cena de anteayer- y de una cerda, también consecuencia de su escaso tiempo de ocio y de su timidez patológica, tenemos planes para España: haremos que fluya el crédito para que el dinero llegue a las familias y a las Pymes, bajaremos impuestos sin que esto afecte a la recaudación y cambiaremos el modelo económico basado en la construcción y los servicios por uno basado en el miedo. Luego, nos comeremos a todo el mundo.

Saturday, January 24, 2009

El niño gordo

Pegado al mostrador de la pastelería que hay dentro de Carrefour estaba el niño gordo. Era grande, de mofletes rubicundos y rostro inexpresivo y alelado, sin luz. Me dijo: “Coge, está muy bueno. Está para eso: para que coja la gente.” Lo miré con severidad, pero no le contesté: no se me ocurrió nada bueno que decirle. Pasó por allí su madre varias veces, empujando el carro, y a cada pasada cogía el niño, pidiendo auxilio, un trozo del bizcocho gratuito y lo engullía exagerando el ademán. Después, bastante más tarde, acabada la compra y a punto de abonarla, alcancé a verlo de nuevo. Seguía allí, zampando bollo.
Deduzco de sus gestos que a la madre, no sin razón, no le gustaba lo que había traído al mundo y había optado por dejarlo a su suerte, aunque la forma elegida para matarlo llevara tiempo y ocupara espacio. El triste niño gordo se había entregado ya.

Sunday, January 11, 2009

Soluciones

Muchos -si les preguntaras- te contestarían que su trabajo consiste en encontrar soluciones. Tan así lo creen, que lo hacen, aunque luego no encuentren problemas a los que aplicarlas. Estas soluciones, no obstante, suelen crear algunos “desajustes” para los que, obviamente, no son solución.
Cuando existen problemas reales, parece que los responsables de cualesquiera negociados, públicos, privados o espirituales, tienen enormes dificultades para desarrollar o llevar a cabo respuestas eficaces. Puede también ser, si no es mera incapacidad, que aparten la vista cuando se cruzan con ellas: cogerlas supondría un compromiso, porque malacostumbraría a los beneficiados y subiría el nivel de exigencia. No sé; siempre he pensado que este es un país que fomenta las ineficiencias para crear empleo para los muchos que menciono arriba y una ficción de calidad de vida. Ahora, ante el Armagedón, es el momento de demostrar para qué llevamos la corbata.

Friday, January 09, 2009

Sobre Gaza

La atrocidad de la guerra en Gaza no se puede entender si no se reflexiona sobre lo que supuso la sangre y ceniza del Holocausto.
Parece ésta una sentencia que pide una explicación, una tesis incluso, y, sin embargo, es la conclusión a la que llega Luis Mª Anson después de contar una batallita suya del año 80. A mí me parece que es justo lo contrario: reflexionando sobre el Holocausto, no puede entenderse la desmesura de Israel, salvo, claro está, que su objetivo final coincida con el de los nazis: el exterminio. De todo hay que aprender.
Buscar justificaciones es idiosincrasia humana, las hay para casi todo, y supongo que a muchos les servirán para dormir mejor, pero el sufrimiento propio, el “como a mí me lo hicieron”, es quizá el argumento más vacío de los que pueden escucharse, pues por lo general trata de dar razón a acciones o actitudes que piden una con enjundia; a mí me suena a locura, al "¡Eureka!" de un mal psicólogo que encuentra algo en el pasado de su paciente que le encaja bien en el guión.
Cuando se tienen fuerza e impunidad, cualquier justificación es excusa o paripé, y estoy seguro de que así piensa Israel, que, aunque entre en el juego, ejerce sin pestañear el poder de la arbitrariedad. Podía haber optado por la magnanimidad, qué duda cabe, pero es menos rentable. ¡Ojo!, me parecen peores los de enfrente, que, sabiendo cómo se las gastan los hebreos, no dudan en pincharlos para obtener su justificación -la de de su existencia misma- al coste de unos kilos de vida de paria.

Negro sobre blanco (El lobo)

Primera parte
Aunque últimamente no tengo muchas ganas de entrenarme, al abrir la ventana y ver lo blanco me he puesto indumentaria “amundsendniana” y negra y me he lanzado al monte. Ni un alma por allí, nadie. Solo. Menos tres (tres bajo cero). ¡Muy bien! Suelto al lobo. Me gusta mucho correr sobre y bajo la nieve. Es más que entrenamiento: algo de la poca libertad a la que podemos acceder.
Oigo, a cada pisada, la breve queja de algo que luego me sujeta en el impulso como pidiendo explicaciones. Siento romperse los fractales. Media vuelta. Voy en contra de huellas que se dirigen hacia mí; son mías, pero da igual. Otra vuelta y están ya todas borradas. Veintidós kilómetros y pico y la “sonrisa oceánica”. Pero…
Segunda parte
…cuando me doy cuenta de que no puedo sacar el coche de la hondonada donde lo tenía aparcado, soy consciente de que el tiempo de poesía y libertad ha terminado. Pido socorro, pero la ayuda está enterrada en la ciudad. Decido hacer un último intento para evitar tener que correr, ahora empapado, otros doce o trece kilómetros. Salgo por el sitio más difícil pero menos pisado. ¡Aleluya!
Y tenemos al lobo enjaulado en su caja con ruedas, compartiendo miedo con la sociedad en medio de un curioso ballet de deslizamientos y vaivenes. Pero él sabe por instinto cosas que por lo visto no saben los demás: si conduces sobre nieve, no sigas la rodada, ábrela (y rápido segunda).
Y por el arcén, solo de nuevo, el lobo vuelve a sentir la fuerza del agarre y cómo toda duda de su superioridad individual sobre la normalidad grupal se esfuma de su mente.


Thursday, January 08, 2009

Virus 09

Salté de un amigo de un amigo de una amiga de la prima de la madre de la novia de este pobre que ni siquiera celebra las navidades al amigo de la amiga de la prima de la madre de su novia -de la del que ignora estas fiestas, digo-. De este amigo de la amiga de la prima de la madre de su novia pasé a la amiga de la prima de la madre de su novia, de ésta a la prima de la madre de la novia; de la prima de la madre de la novia a la madre de la novia, de la madre a la hija y de ésta al novio: desgraciado al que ahora parasito. En su organismo me siento en plenitud.
Soy un virus de la gripe y la Navidad, con su fraternidad consensuada, es víspera de mi época favorita.