Monday, September 07, 2009

La banalidad del mal

El tráfico de Madrid no era ese día el coágulo renqueante de siempre y me fue propicio. Llegué, pues, temprano y decidí, en vez de hacer tiempo en el bar en el que habíamos quedado, entrar y observar cómo se desenvolvía en “su negociado”: una oficina del Inem. Verlo trabajar era desquiciante. Se hacía el sordo con maestría natural. Dominaba los ritmos y los alternaba para observar los efectos en lo que él no llamaba ni usuarios ni clientes, sino “tutelados”; ora tranquilo, hablando incluso de sus planes para el fin de semana, ora estresado, bufando desbordado; ambos fingidos. Llamaba estúpido con el tono de voz a cualquiera que hubiese olvidado un papel, imprescindible o inventado por él sobre la marcha. “Se comprende tu condición de lacra social”, parecía decirle con la mirada a aquel ecuatoriano canijo que se desesperaba por tercer día consecutivo detrás del mostrador.
Le hice un gesto: tres golpecitos con el índice sobre la esfera del reloj; asintió, cogió su cazadora y sin mirarlos siquiera dejó allí a no menos de quince personas, que saltaron de la incredulidad a la indignación sin que él se inmutara.
–Me tienes completamente despistado –le dije, ya con dos cañas delante–. Según mi experiencia, la gente trabaja como es, impulsado, guiado o frenado cada cual por los rasgos de su carácter: los nerviosos, deprisa, para descubrir que les sobran cinco horas; los tranquilos, con calma, pase lo que pase; los pasotas, dejando los problemas pasar... Pero tú no te adaptas a ningún estereotipo.
–Pues tú sí –dijo él–. Al más común: al del que cierra los ojos porque no quiere ver la realidad. Yo, alma de cántaro, soy del tipo que no se desahoga llorando, que no se consuela hablando, que mira a la gente desde lejos porque no es capaz ni quiere compartir nada con ella. Yo soy malo, simple y rutinariamente. Y no le des más vueltas.