Friday, September 25, 2009

Jaime del Río

Orgulloso, con su flamante nombramiento oficialmente publicado, Jaime del Río se presentó en el departamento de personal del Ayuntamiento para que le dieran los detalles de su destino. ¡Administrativo del consistorio! No era lo que había soñado, tampoco Notarías ni Abogado del Estado, pero, con todo, era un empleo fijo, un sueldo cada mes para toda la vida.
Tendió la carta a la secretaria y esperó mientras aquella mujer avinagrada la leía, asentía y ponía cara de saber de lo que iba aquello. Escribió ésta algo en un papel y le dijo: “Tu ubicación física estará en esta dirección. Pásate por allí mañana o, a más tardar, pasado. ¿De acuerdo?” “De acuerdo”, contestó mientras se dijo sin abrir la boca “¡ubicación física!”, riéndose para sus adentros.
Como no estaba lejos, decidió dejarse caer por allí, brujulear un poco y, si se terciaba, conocer a sus nuevos compañeros. Le sorprendió que se tratara de un portal normal y corriente —antiguo— y no de un edificio de oficinas o de alguna de las sedes conocidas, aunque luego pensó que no era tan extraño, pues las administraciones solían calcular mal sus necesidades de espacio —entre otras cosas—, teniendo luego que alquilar más aquí y allá, normalmente con criterios de favor. Subió al último piso, el séptimo, en un ascensor de aquellos, que gemía y chasqueaba dolorosamente. A la derecha, escrito en una placa, podía leerse: “Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid. Servicio de Recaudación en Tercera Instancia”. Entró sin llamar, como prescribía un folio escrito a mano y pegado con celo sobre la puerta. Era un piso grande, de techos altos y con un parqué que pedía a gritos ser acuchillado. Desde el hall en el que se encontraba salía un pasillo muy largo al final del cual se veía luz.
—Hola. ¿Hay alguien? —preguntó mientras avanzaba tímidamente por el corredor en penumbra.
—Sí, voy, voy — se oyó—. ¿Sí? —preguntó un viejecito vestido de otro siglo (chaleco de punto, pajarita, chaqueta con coderas y quevedos).
—Hola, soy Jaime del Río, y parece ser que, desde mañana, voy a trabajar aquí.
—¡Qué alegría! —exclamó el anciano con una sinceridad que inyectó una dosis de optimismo en Jaime del Río
—Ven por aquí, que voy a enseñarte tu despacho.
Doblando el pasillo a la derecha, al fondo, una habitación con los justo: una mesa, una estantería de módulos con algunos tomos en rústica, fardos de revistas y dos archivadores; un teléfono de rueda y un reloj en la pared; todo tristemente iluminado por luz fluorescente.
—¡Tú despacho! Bueno, yo tengo que irme. Adiós.
—Pero...
Cuando Jaime del Río enfiló la recta larga del pasillo, el hombrecillo había desaparecido. Deambuló un rato por el piso. Llamó a todas las puertas sin obtener respuesta. Entró en uno de los despachos, que era similar al suyo. Empujó otra puerta: un cuarto de baño, alicatado en sucio y con muchas tuberías a la vista. Se miró al espejo. Salió tres veces: del baño, del piso —no sin dudar si cerrar la puerta— y a la calle. “¡Mañana será otro día!”.
Y lo fue y se presentó dispuesto a trabajar. El piso estaba desierto. Se sentó en su silla y esperó lo normal: conocer a sus compañeros, usos y costumbres, que alguien le explicara cuáles serían sus funciones, a quién debía reportar... y ese tipo de cuestiones nimias, vitales para el recién llegado. Pasó la jornada y no pasó nada. Al día siguiente actuó:
—Buenos días. Mire, soy Jaime del Río. Acabo de incorporarme al Servicio de Recaudación en Tercera Instancia, y resulta que aquí no hay nadie y no sé...
—Le paso.
—Diga.
—Buenos días. A ver si puede usted ayudarme. Soy Jaime del Río. Me he incorporado...
—Le paso.
—Diga
—Buenos días. Soy...
—Le paso.
Pasó una semana ocupado con esas llamadas. El lunes siguiente se plantó en “Personal”, dispuesto a solucionar la cuestión a toda costa. “Espere en aquella sala”. Allí transcurrió su sexto día de trabajo. A última hora pasó por la oficina y, sobre su mesa, encontró una carta en la que se le amonestaba por haber dejado aquello solo en términos parecidos a estos: “Sirva este escrito para notificarle que consta en su expediente un falta: Leve-venial, castigada con: Amonestación verbal. Los hechos que fundamentan la sanción son: Ausentarse de su puesto de trabajo durante el horario laboral más allá del tiempo convenido para el bocadillo. Atentamente.”
Era su cumpleaños, así que habían pasado cinco meses desde que ocupó la plaza. Miró el reloj, las diez y cuarto; lo miró otra vez, las diez y dieciséis. Un jueves, mientras estaba hablando con una araña, le pareció oír el teléfono; pero no sonaba.
Tiró de la cadena y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo. Habían pasado cuarenta años, pero aquella luz hacía que las cosas se vieran peor de lo que eran. Volvió a su mesa; las diez y diecisiete. Aquel día recibió la segunda carta de su carrera profesional. El tenor del texto era el siguiente: “Por la presente, se le notifica que el próximo viernes finaliza el periodo que usted debía abonar en concepto de sanciones pendientes y Purgatorio, por lo que, a partir de dicha fecha, quedará usted en paz con este Excelentísimo Ayuntamiento, así como en disposición de entrar en el Reino de los Cielos en virtud del convenio firmado entre Dios y este Consistorio. Reciba un cordial saludo.”
—¿Hay alguien?
—Sí, voy, voy —contestó Jaime del Río, estirándose el chaleco de punto, que se le había subido ligeramente—. ¿Sí? —preguntó al joven que tenía enfrente.
—Hola, soy Jaime del Río, y parece ser que, desde mañana, voy a trabajar aquí.