Thursday, November 05, 2009

La tradición

A dos meses escasos, es tarde ya para adelantarnos a los adelantados. Pero, al menos, estaremos en el grupo delantero. Luego, intentaremos saltar por encima, atravesarla como fantasmas o enterrarnos para que nos sobrepase sin tocarnos.
Este año contaré lo que llegó a ser una tradición navideña en aquel lugar lejano y conceptual que podríamos llamar “hogar familiar”.

Cada veintitrés de diciembre, al caer la tarde, sonaba el timbre: la anciana presencia liminar de doña Angustias, la vecina de arriba, en bata y zapatillas, viejas la una y las otras como ella, con una maraña sucia de pelo gris que parecía de alambre. Contaban de ella que fue guapa.
—Buenas tardes, hermoso, venía...
—No me lo diga, a por el disco.
—Pues sí.
—Ahora mismo se lo traigo.
El disco era uno de esos recopilatorios de canciones navideñas interpretadas por cantantes de Soul y grupos de Rock & roll, con las de siempre: Jingle bell rock, Let it snow, The little drummer boy, Run, run, Rudolph, etcétera.
Lo agarraba la buena mujer como si temiera que en cualquier momento pudiéramos arrepentirnos de prestárselo, daba las gracias muy bajito y se marchaba a su casa.
El día veinticuatro, Nochebuena, después de cenar, mis padres, cómplices, se iban pronto a la cama. Recién comenzado el veinticinco, a eso de la una, se oía el ruido del ascensor. Sonaba el timbre y allí estaba de nuevo doña Angustias:
—Venía...
—... a devolver el disco.
En ese momento, justo cuando recogía quien fuera el disco de sus manos, su rostro se transformaba en retrato de la maldad, que parecía fluir a la superficie y tirar de sus arrugas. Sacaba de entre los pliegues de su bata un cuchillo de cocina de los grandes que agarraba en la forma que permite asestar los golpes de arriba a abajo, y se lanzaba en frenética persecución de los cuatro hermanos que éramos. La citábamos y ella amagaba y corría todo lo que su edad y sus achaques le permitían, que era poco. Alrededor de la mesa, en la que todavía estaban los restos de la cena: en el sentido de las agujas del reloj; cambiaba la vieja de sentido, cambiábamos nosotros, lanzándole de paso y entre risas un trozo de pavo o un polvorón.
Al poco, entre sus agudos gritos se intercalaban soplidos y resoplidos —¡decrépita psicosis!—. Se paraba unos segundos, aspiraba profundamente y se arrancaba de nuevo, con más voluntad que fuerza, lanzando chillidos de urraca para darse ánimos. Cuando ya desfallecía, se apoyaba en algún sitio, rendida, sin energía, respirando en estertores. Entonces solía acercarme yo, en calidad de hermano mayor:
—Ande, traiga; deme eso, no vaya a hacerse daño.
La acompañaba hasta la puerta y ella, sin decir palabra, se metía en el ascensor y subía a su casa.
Al día siguiente, cualquiera de nosotros le subía el cuchillo.