Monday, November 16, 2009

Las cajas de López

Víctima resignada de timos legales varios, sin esperanza de cambiar la situación por cambiar de colores, iba pensando ya, por ser la hora habitual de ese tipo de acoso, en defenderme con las mentiras de siempre: que estoy muy contento con mi compañía de telefonía, que las condiciones que me da mi banco son inmejorables, que no me gustan las anchoas... Pero antes dije: “Diga”.
—La he matado...
—Pero ¿qué dices?, ¿a quién has matado? —pregunté al reconocer a López y descartar al teleoperador mediante razonamiento subconsciente. Ya había colgado.
Me abrió en albornoz, uno robado de algún hotel, que antes de absorber no menos de un litro de rojo había sido blanco y que le quedaba ridículamente pequeño. Se me abrazó sin atender al asco que me daba, lo justo para ponerme perdido; se volvió y caminó hasta la cocina, donde se tiró al suelo, a seguir gimiendo, ahora encima del cuerpo sin vida de Clara, su perra Terranova, que yacía en medio de un charco de sangre.

Aquel can peludo era su novia en nuestras bromas. Vivían juntos y solos desde hacía cinco años. Formaban la pareja perfecta: ella, cariñosa, paciente y bastante callada; con esa cara de bueno tirando a tonto que en un humano puede llevarnos a errores fatales si confiamos en que es espejo de algo... una perra encantadora; él, un supuesto tipo duro, neo-nazi militante, bravucón con reservas.

Atónito observando aquella escena, con extraño desapego sin embargo, caí yo en la cuenta de que la puerta, la puerta que siempre estaba cerrada con un candado, la que pertenecía al cuarto que, según López, estaba lleno hasta arriba de muebles y trastos de sus abuelos y al que nunca nadie se había asomado, estaba entreabierta. Empujé y palpé a mano derecha, donde casi siempre encuentra uno el interruptor, que allí estaba. Se iluminó una habitación mucho más grande que lo prescindible en las superficies habitables del común de los parias. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, y éstas, llenas de cajas y más cajas, trescientas al menos. “Esto debe valer una fortuna”, pensé calculador. En el suelo estaba el móvil del crimen, la causa del trastorno transitorio, del arrebato “perricida”: cuatro o cinco de aquellas cajas habían sido destrozadas a dentelladas, también su delicado contenido: muñecas Barbie de colección.