Wednesday, May 24, 2006

La media distancia

Fragmentos de “La media distancia” de Alejandro Gándara (1984)

Al principio, habría otras cosas. Pero no estoy seguro de no inventarlas para poder decirlas. ¿Y si desde el principio no hubiera nada, ninguna justificación para diez años de kilómetros y de cansancio y de yogures?

…está la moral, la airosa moral del corredor de fondo colgada de lo alto, con una luminosidad de neón (“resiste-persiste-cronifica”); pero yo soy de media distancia y mi letrero de moral luminosa está mucho más bajo, y a veces se le ven los pedazos fundidos.

…si hubiera llevado reloj, ahora tendría el dato y descubriría si disfrutaba corriendo o aquellas galopadas eran como viajes nostálgicos, a falta de cosas verdaderas.

Por el cielo, con los brazos bajos, sin barro, sin invierno,…sin músculos. No pensar en nada, porque eso es trabajo, el trabajo un peso, el peso mayor que altera el ritmo…

De pronto, estoy mirando el suelo como si me fueran a enterrar en él. Lo miro fijamente y alguien me da por detrás. La ley dice que hay que moverse. Trotando, veo el cielo otra vez. Hasta dentro de siete minutos.

Hay en cada uno una forma distinta de sentir el futuro inmediato y de acercarse a él. ¿Seré el único que piensa en ideas como “afuera”, “inmediato”, “angustia”? ¿Todo lo que está sucediendo le sucede a alguien más que a mí? ¿Me hago estas preguntas tan repentinas, sólo para demorar más el tiempo, cuando sería tan sencillo colgar las zapatillas por el resto de los inviernos? También sería sencillo no pensar, y sólo correr…Ellos saben que demorar el tiempo no elimina la pesadilla de tener que correr contra él.

…tu cabeza es más rápida que tú, y eso no es bueno cuando lo que te da de comer es el corazón. Un atleta es el corazón, blop-blop…, sólo el corazón. Pero toda tu sangre te la come la cabeza. Y esa es una sangre podrida que no le sirve a los músculos ni a los pulmones.

Mírate en el primer espejo que encuentres y cuéntate tu triste historia de una puñetera vez y entiende esto, que cuando un hombre empieza a mirarse en un espejo y hablar solo, empieza a no saber en qué parte del espejo está y a no saber de quién es la voz que escucha.

Después de los veinte kilómetros se pisa un umbral en el que la fatiga pierde el ímpetu, los sentidos se adormecen, los músculos empiezan a soñar por su cuenta… sólo los giros y los cambios de horizonte producen malestar. En línea recta, con un paisaje inmóvil, podría durarse días enteros con ese ritmo fácil y mecánico que ni el corazón advierte…Se podría durar siempre. Quizá sea la verdadera aspiración, la carrera eternizándose y el transcurrir de los años, haciéndose viejo con las piernas en movimiento, que el corazón se detenga primero que el pie.

He conocido tipos que hubieran dado algo por conseguirlo. Podría hacer una lista muy larga. Una lista de los que persisten en el fracaso, no han ganado ni un trozo de lata que exponer en la vitrina del comedor familiar, ni han robado siquiera las letras de su nombre en la linotipia de un periódico local. Además, conocen su futuro mejor que nadie, y está de sobra que algún despabilado les delate su anonimato. Persiguen su sola soledad por esos campos y no se esfuerzan menos que el resto. Pero persisten y eso les distingue de muchos que prometen a ojos entendidos; duran como si su organismo tuviera un fondo indestructible y con su resistencia, puede uno figurarse que sólo los ídolos tienen los pies de barro.

Ahora, sin querer, llevo los ojos cerrados, y es verdad que todo molesta menos…Es que el paisaje de la imaginación es más suave, aunque sea el mismo, como si se mirara contra la luna de un escaparate.

El descanso es uno de los linimentos morales más apreciados en esta profesión: no cura, pero tonifica. Si la máquina se obtura, resopla, se funde, pero los cojinetes brillan y los pistones relumbran, entonces no hay más que tratar a ese mecanismo calenturiento, arbitrario y maniático, con un remedio que no remedia nada y que le haga feliz y cómodo al mismo tiempo por ver si dentro de esa comodidad se desvanece la locura a que le ha empujado esa imperfección, ese error en el diseño que es el maldito cerebro.

…me recuerda uno de esos que se descubren un quiste sebáceo y gritan para sus adentros: “Esto se arregla con deporte”. Y a la mañana siguiente, mientras se matan a correr por el parque de su barrio, van palpándose el bultito y pensando en la purificación del cuerpo. Semana más tarde, un ataque de agujetas les envía a la cama y el bultito pierde radicalmente su influencia. No hay nada que hacer con ellos. Basta con entenderles y dejarles, mientras lavan la ignominia de un michelín anárquico.

Yendo muchos, se entretienen mejor las dos horas y pico. Se mete uno en el calor del grupo y se deja empujar por el carro de los demás. Hasta puede mantenerse una conversación sin pretensiones, si ese día te cae simpático el mundo y el vecino de trajín tiene algo de sentido común.

Se me hace raro contemplar (de esta forma fría que es irreal) a alguien que lleva la “pájara” en el cuerpo. Desde fuera no es lo mismo. Ni aun teniendo la experiencia.

La “pájara” es eso: un bicho absurdo que se mete en la cabeza.

El atleta tiene una estrategia para el tiempo y otra para ganar la prueba. A veces tiene las dos. A veces le falla una y se queda con la otra. En cualquier caso, sabe lo que tiene que hacer al final, conoce su prueba metro a metro y segundo a segundo, y mucho antes de que acabe ya tiene un veredicto que se parecerá bastante a los resultados.
Cuanto más corta es la distancia, mayores son las consecuencias del error y la ignorancia. También hay un lugar para la intuición, pero sólo después de que uno haya conocido sus límites.

Por donde tú corrías todavía huele a sangre. Esto no es una película: veinticinco años no los tendrás más veces…Los kamikaces no están de moda.

…no le hubiera importado ser uno de esos soviéticos que aspiran al automatismo y se entrenan en la repetición, una repetición que es ir vaciando poco a poco la cabeza y consentir que cada fibra de músculo se convierta en el centro del carácter y de la inteligencia. ¿Habrá nada mejor? Un atleta perfecto y una cabeza a la altura de las circunstancias, esto es, hueca.

Hablaban a gritos y se les escuchaba discutir sobre lo cansado que es correr con zancadas cortitas, como las geishas, o grandes zancadas como los antílopes. Había división de opiniones. Me imaginé acompañado de un equipo de corredores en el que la mitad corría como fulanas japonesas y la otra mitad con complejo de corzo de la serranía.

Es imposible mantener esta marcha hasta el final. Cuando pasemos por meta quedará todavía otra vuelta. Si éste es su ritmo me despido. No los conocía bien. Las esperanzas me saben a pan recocido. Bola de chicle en la boca. ¿Dónde me habré engañado?


Tipos que dan pavor. En competición. Y fuera. No sudan, no sufren, pierden, ganan, sin reflejo, sin gesto. Los demás babeamos al tercer kilómetro. Resoplamos sin. Sin vergüenza. La manivela de los brazos hasta para empujar. Sube rabia asesina contra los androides. Corran aparte.

Fuerza dormida. Sin sentido. Músculos duermen. Sólo ventanuco. Del cerebro. Chispa que corre. Y aún anima. No soy yo. Rompimientos. Añicos. Desbarajuste. Mezclas. Casquillos. Jirones. Arenas. Cristalitos. Barreduras. En rota procesión. Segundo aliento.

La gente condescendió a un trotar blando y fácil, lejos del apuro. Todas las piernas por delante de las mías iban muelles, besando la hierba en mucho silencio. Las punteras rozaban el piso y casi en el roce se impulsaban de nuevo. Los troncos en reposo, divididos del esfuerzo de las piernas. Sentía los otros corazones bombeando lisamente la sangre con un pálpito perezoso. La música estaba adentro, monótona, la de siempre, pero música, al fin y al cabo, afinada por la inspiración del cuerpo.
En mí todo sonaba al contrario, lo peor era el tambor de las pisadas…Y en el pecho, cachivaches de todas clases, guerra civil del corazón con los pulmones, de las tripas con el estómago. Artillería oxidada.

Lo importante era otra cosa…No era el peso, la dureza, la falta de entrenamiento de los músculos, empezando por el del corazón, lo que echaba de menos. Era el sentido, la manera, que estaba perdida. Esa forma que está en el fondo de la conciencia y que, aunque marchen mal las piernas, les va dictando un “como”, un “porqué”, un “así”, el sistema de sacudirse el espanto cuando las cosas no funcionen, cuando no se es como se era, pero todavía se quiere y se puede ser.

…todo costó siempre mucho, correr fue siempre lo de menos. El problema era llegar hasta la carrera, saltar esos mil detalles torturantes, correr sobre ellos para poder correr. O sea, no orinar sangre, no tener rodillas que repitan las historias que se quieren olvidar, cambiar de cabeza cuando es más rápida que las piernas, no llevar a los músculos sangre amargada de otras ilusiones, no desfondarse cada vez que hay que quitarse la ropa, no meterse en cansancios que no son de uno, ni siquiera en los de uno, a no ser por el gusto de escupirlos, como a los miedos, contra pavimentos que no volveremos a pisar.
Los que pueden saltar sobre las puntas de esos peligros son los mismos que después no respiran en los metros finales, que se hacen con el olvido de lo sufrido y no alientan porque el cuerpo ha pasado a otro universo...A ver si me desvisto.
Eso es. Todo lo que falta con segundo aliento. La mitad está vivida, la otra mitad sin aliento, sin escucharse, como siempre acabando.
Medio fondo. Aptos para la media distancia, para la mitad de todo. Un poco de rapidez y un poco de fondo. Segundo aliento ya sin respirar.
Sin respirar. El resto será igual. El resto de después del final.