Aproveché que me habían arrastrado hasta el Ikea (otra vez) para comprar unos cuchillos que faltaban en el utillaje de mi cocina. Cogí uno de esos juegos de cuatro con un bloque de madera en el que vienen insertados.
Me acerqué a una empleada que andaba por allí haciendo como si hiciera algo…
-Perdone, señorita, ¿estos matan bien?
No, aunque pensé hacerlo, no lo pregunté. Probablemente la gorda hubiera salido despavorida. Al rato hubieran aparecido varios guardias de seguridad que, porra en mano y asomándose tímidamente tras montañas de platos, no atenderían a mis reproches por la falta de sentido del humor de los empleados.
Al llegar a casa, como no estaba del todo convencido de haber acertado, me senté en el sofá y me corté cuatro dedos de la mano izquierda, uno con cada cuchillo…
-¡Que maravilla!, y que baratos.
No, aunque pensé hacerlo, no lo hice. Pero sólo porque, en el último momento, pensé que sin esos dedos me sería imposible sujetar los tomates.
Me acerqué a una empleada que andaba por allí haciendo como si hiciera algo…
-Perdone, señorita, ¿estos matan bien?
No, aunque pensé hacerlo, no lo pregunté. Probablemente la gorda hubiera salido despavorida. Al rato hubieran aparecido varios guardias de seguridad que, porra en mano y asomándose tímidamente tras montañas de platos, no atenderían a mis reproches por la falta de sentido del humor de los empleados.
Al llegar a casa, como no estaba del todo convencido de haber acertado, me senté en el sofá y me corté cuatro dedos de la mano izquierda, uno con cada cuchillo…
-¡Que maravilla!, y que baratos.
No, aunque pensé hacerlo, no lo hice. Pero sólo porque, en el último momento, pensé que sin esos dedos me sería imposible sujetar los tomates.