Hace un año -creo que algo escribí- murió mi amigo Z. Como las familias, Z era de costumbres, así que no pude evitar hacer un experimento que demostrara, una vez más, lo permanente de las cosas: en pleno entierro, saqué mi teléfono y busqué el número de móvil del muerto. Pulsé y, como yo pensaba, una fanfarria polifónica sonó dentro de la caja y muy por encima de la melopea sin sustancia que soltaba el cura. Me aislé del escándalo que montaron viuda, huérfanos y acompañantes en el sentimiento para dejar un mensaje en el buzón de voz.