Aunque mirando atrás en la Historia o leyendo los periódicos pudiera parecer que el valor de una vida humana es cero, mi buen amigo Damián Looz, experto en control de costes (de los mejores), acaba de dar con una fórmula que, según él, lo fija, a precios corrientes, en 3.023.665,222 €. Respetando sus deseos, no puedo reproducir el algoritmo, pero sí decir que entre sus factores están el P.I.B. medio del planeta, la esperanza de vida en Noruega, la semisuma de los coeficientes intelectuales de Einstein y Bush, y el número E.
El del aborto es uno de los pocos temas ante los que, salvo en caso de debate deportivo, no suelo ser radical, quizá porque ni yo me aclaro. Daría de bofetones a la quinceañera que se queda preñada porque el novio se puso pesado y lo arregla abriéndose otra vez de piernas en el potro de Frankenstein; pero traer a un niño a este mundo me parece una crueldad innecesaria; sin embargo, tomar por el nasciturus la decisión de suicidarse es indicio para deducir que hubiera sido una buena madre.
Supongo que si a un adolescente grasiento y salpicado de granos maduros le dicen “vamos”, sería estúpido que diera opción a un cambio de opinión buscando una farmacia de guardia; cuarenta años de condena con el niño en casa por ello es pena excesiva. Pero pudiera ser que el engendro fuera un eminente investigador que descubriera la vacuna contra el cáncer o, mejor aún, que llegara a debutar en el Bernabeu.
Uno puede pulirse tres millones y pico de euros en el casino o donarlos a la Iglesia, o, por el contrario, puede invertirlos bien y gastárselos en copas con los amigos. Lo que creo que poca gente haría es no cogerlos, pues siempre se estará a tiempo de dárselos a alguien a quien le hagan ilusión.