
El bicho se ajustaba fielmente a la mala imagen de su raza. Incluso le dio por emitir con frecuencia esos chilliditos que no sé si tienen nombre.
A pesar de las presiones, mi amigo hizo causa de su amor por la rata. “La quiero”, decía cada vez que alguien se atrevía a comentar sobre el espectáculo que ofrecían la jaula y su habitante encima de la mesita camilla, con la cola colgando junto al cable de la lámpara.
Una mañana el animal no despertó.
Pese a una temporada de comportamientos paranoides durante la que todos fuimos, en uno u otro momento, parte del complot que acabó con la vida de su rata, mi amigo acabó olvidándola.
Toda muerte es lamentable, suelen decir muchos antes de poner un pero. El pero de ésta es que fue muy oportuna pues, por entonces, algunos habíamos observado que, por amor, mi amigo estaba empezando a convertirse en rata.