El patrón y único superviviente del cayuco que un pesquero español encontró al sur de Cabo Verde, con 6 cadáveres y él a punto de pasar a serlo, ha contado su travesía.
Narra la bonita sorpresa que se llevaron los 57 del pasaje cuando, tras acabarse el primer bidón de combustible, descubrieron que los otros contenían agua (es que la gasolina está carísima). Cuenta también como, cuando la comida empezó a escasear y para tocar a más, tiraron por la borda a unos cuantos afortunados mientras dormían, sin que nadie hiciera nada para impedirlo ni para devolverlos a bordo. Cuando ya no quedaba, algunos decidieron que era mejor morir ahogados que de hambre y saltaron al agua, probando así la coherencia de los lanzamientos previos.
Para demostrarnos como en el ser humano conviven bien y mal a partes no determinadas, dice que, más adelante, cuando la gente ya moría sin ayuda, no dejaban de rezar una oración antes de hacer con los cadáveres lo mismo que antes habían hecho con los dormidos. Raro es que en ningún momento se vieran los unos a los otros como alimento. Seguró que cayó algún mordisquito.
Culminación de estos espantos es el cuadro que describe el capitán del barco auxiliador: una bañera medio inundada, con seis cuerpos en descomposición y, en medio, un guiñapo con apenas la fuerza necesaria para levantar la mano y parar el taxi. No sé escribir el olor.
Conmovedora también la reacción de la madre: “¿Qué pasa con los 200 euros que le pagaron por el viaje? ¿Es que se los han quedado los del barco español?”