Iniciar una conversación con un desconocido es arriesgado, si es taxista, mortal de necesidad. Sin embargo, anoche tuve que hacerlo por motivos de seguridad: el hombre que conducía el vehículo al que el azar me había subido lloraba desconsoladamente. Supuse que sus ojos sin limpiaparabrisas, ocupados en el llanto, no estarían a lo recomendable.
-¿Está usted bien? -le pregunté-.
La historia -que resumo- era de amor. Llevaba el buen señor tres años separado durante cuyos ya más de mil días -él los tenía contados- no había dejado uno de esperar la llamada para un nuevo comienzo.
Lo que aquí ha sido un párrafo, en su voz entrecortada y lastimosa ocupó quince minutos, de recuerdos y de detalles, y de mocos. A mi entender, lo que hasta ese momento había oído no justificaba el desconsuelo, así que volví a osar: -Pero…, ¿ha habido hoy alguna novedad, algo malo?
Entonces me contó que esa misma tarde había pasado por la que fue su casa, por la que aún está pagando, para llevar a su hija a una fiesta de cumpleaños. Nada más abrirle su ex la puerta, Torrija, su perro pastor alemán -éste lo pagó de golpe- se abalanzó sobre él y casi le arranca el brazo a dentelladas. Del hospital venía cuando lo paré.
Y habiendo ya llegado a mi destino, pagué la carrera y me despedí, deseándole sinceramente que le fuera bien, pero recomendándole que optara por pasar rápido el luto y seguir su vida lejos de su ex -mujer y de Torrija. Estaba libre.