Para demostrar que pintar es, para el que sabe, más fácil que escribir para el que no, sobre todo a la hora de escoger un tema, estaba escribiendo esto:
“Vemos una mujer tranquila. La suponemos sentada por la postura de sus brazos: doblados en ángulo recto y descansando la mano del derecho sobre la muñeca del izquierdo, aunque realmente distinguimos poco por debajo de su escote.
El pelo liso, peinado con raya al medio. Cubre su cabeza -ligeramente girada hacia la izquierda, acompañando a su mirada- con un velo. Ojos almendrados, sin cejas ni pestañas y una nariz larga, no en su relieve sino en su descenso. Esboza una suave sonrisa que no está ni en su boca ni en sus ojos; quizá le hace gracia pensar que la va a hacer famosa.
Detrás y debajo del balcón o galería en la que está vemos…”
En ese momento, suena el teléfono. Era D preguntando si me apuntaba a una partida esta tarde. Tras contestarle afirmativamente, es decir, decirle que sí, quedamos en que me llamaría otra vez cuando consiguiera al cuarto jugador, que tenía indefectiblemente que ser G. Así lo hizo no más de dos minutos después, si bien para reportar que G no estaba a disposición, pues en los días que llevábamos sin verlo había reflexionado y llegado a la conclusión de que una equis no es razón suficiente para renunciar al amor de su vida. Como suele pasar cuando G tiene amor de vida, desaparecerá, y no podremos decirle que, a pesar de que va a dudar, pues alguna vez su amor recuperado tendrá que hablar de principios generales evidentes pero indemostrables, nombrar el segundo o el último hueso de la columna vertebral, algo relacionado con el seis, o referirse a cosas que fueron pero ya no son, por citar sólo algunos ejemplos, debe ser fuerte y, eso sí, que vaya siempre a buscarla para que no tenga que coger un “tasis”. Ahora que me fijo, ¿no sería la ese final la que hizo que G cuestionara sus sentimientos?
Quería hablar también de los problemas que, al llegar al aeropuerto, tienen los buzos con los taxistas de Madrid, pero esto ocupa ya demasiado.